La despersonalización y la falta de ideas valiosas constituyen los dos problemas principales de Rogue One: Una historia de Star Wars (2016), un spin-off olvidable de la serie de películas que creó George Lucas allá lejos, en una etapa de la industria cultural muy diferente a la contemporánea…
Como si se tratase de un niño caprichoso, Hollywood casi siempre decide pasar por alto el hecho de que la duplicación de una fórmula ganadora no asegura de por sí los resultados de antaño porque en el terreno del arte priman la ambigüedad, el talento y la idiosincrasia de cada uno de los responsables de la faena en cuestión, incluso en el caso de las obras más aparatosas y masivas. Rogue One (2016) viene a ejemplificar lo anterior ya que reproduce al pie de la letra las premisas de Star Wars: El Despertar de la Fuerza (Star Wars: Episode VII – The Force Awakens, 2015), pero sin alcanzar el espectro cualitativo de aquella. La película carece de la convicción necesaria para imponerse como lo que pretende ser, una propuesta relativamente “independiente” dentro de la franquicia, y para colmo apuesta demasiado a seguro, lo que en términos prácticos significa que no ofrece ninguna novedad importante y que su esencia de spin-off termina derivando en una medianía algo indolente.
Si pensamos que la frontera entre el respeto y la redundancia suele ser muy angosta, aquí definitivamente la reiteración de los motivos históricos del enclave nunca nos redirige hacia la nostalgia concienzuda/ meticulosa del opus de J.J. Abrams, sino que -en cambio- el film cae en una pereza símil reciclaje que arrastra las marcas registradas a puro automatismo en vez de explotarlas para sorprender un poco, encauzar el relato hacia otros horizontes o profundizar en los personajes y planteos de siempre. Ya podemos confirmar que Disney, la propietaria actual de los derechos de la saga, ha decidido adoptar para esta nueva fase el enfoque de la trilogía original de las décadas de los 70 y 80, esquivando el tono de complot político y la fascinación con los CGI de las desparejas precuelas de George Lucas de 1999 en adelante: hoy por hoy seguimos con una estructura narrativa cercana al western, los antihéroes solitarios, el melodrama y los genocidios en un bucle de fantasía bélica espacial.
La historia gira en torno a aquel robo de los planos de la Estrella de la Muerte -por parte de la Alianza Rebelde- que se mencionaba en La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), circunstancia que nos ubica entre la susodicha y Star Wars: Episodio III – La Venganza de los Sith (Star Wars: Episode III – Revenge of the Sith, 2005). Las cansadoras citas internas siguen por el lado de los responsables de la misión, Jyn Erso (Felicity Jones) y Cassian Andor (Diego Luna), los espejos reglamentarios de Rey (Daisy Ridley) y Poe Dameron (Oscar Isaac) de Star Wars: El Despertar de la Fuerza. La obra posee buenas intenciones no obstante acumula muchos de los problemas de la mayoría de las epopeyas mainstream de nuestros días: intérpretes como Mads Mikkelsen y Forest Whitaker están desperdiciados, las batallas se sienten forzadas y hasta nos topamos con un duplicado digital totalmente innecesario de Grand Moff Tarkin, el personaje del primer film del mítico Peter Cushing.
De un modo similar a lo que sucede con los productos inspirados en cómics y aledaños, en esta ocasión prevalece un pulso de exploitation conservador a nivel formal (el espionaje y la redención familiar van de la mano… otra vez) y oportunista en cuanto al elenco (los cráneos de marketing de los estudios nos vuelven a regalar -en función del mercado global- una jovencita valiente, un villano despersonalizado y un representante de cada raza del planeta). Más allá de la corrección semi-soporífera del desarrollo narrativo general, el único detalle realmente original se reduce al combate en la playa del último tramo del metraje entre los rebeldes y las huestes del Imperio Galáctico, con referencias tan bizarras como interesantes a la Guerra de Vietnam. El director Gareth Edwards, quien ya avisaba en las mediocres Monsters (2010) y Godzilla (2014) que no tenía muchas ideas para aportar, deja flotando en la nada la posibilidad de despegarse de tantos clichés de décadas y décadas…