Benjamín Naishtat escribe y dirige Rojo, un drama con dosis de suspenso protagonizado por Darío Grandinetti y situado en el interior del país durante la década del 70.
En alguna provincia de Argentina que no necesita tener nombre, poco antes de que se suceda el golpe militar del ’76, vive Claudio (Grandinetti), un abogado al que le va bastante bien y tiene una linda familia. Una noche que no podría haber tenido mucho más de especial, su mujer llega tarde a cenar y él tiene un fuerte e incómodo encuentro con un desconocido (descomunal Diego Cremonesi) que lo insulta por estar sentado ocupando una mesa solo cuando él podría estar ordenando y comiendo.
Ese altercado en algún momento parece quedar ahí. Pero nada queda ahí nomás, nada se olvida fácilmente. El desconocido se siente humillado y menospreciado por los aires del abogado y lo que sucede esa noche -que si bien se ve al comienzo de la película no conviene adelantar-, lo volverá a encontrar a Claudio tres meses después, tres meses en los que su vida siguió como si nada, como si nada hubiese pasado esa noche y como si nada le estuviese pasando al país.
A Claudio un amigo de la pareja le propone un negocio con una casa abandonada, que ya no es de nadie. La mujer de este amigo un día estalla en llanto y gritos en medio de una fiesta; Claudio sigue.
Hay una subtrama que tiene como protagonista a la hija de Claudio en medio de los ensayos para una obra teatral. Es acá donde quizás el film hace un poco de agua y le cede demasiado tiempo a algo que no parece estar mucho más que para intensificar ciertas nociones.
Rojo es más accesible que la película previa de Naishtat, El movimiento, no tan experimental pero igualmente potente e intrigante, construida con cierta paciencia porque “el que se apura, pierde”. De hecho uno nunca sabe qué va a pasar y no puede dejar de mirar, de ver qué es lo que pasa con todo eso. Alfredo Castro aparece ya más entrado el film, con un personaje que parece salido de otra cinta, un famoso detective chileno que puede resolver cada caso que se cruza en su camino y en su camino se cruza Claudio.
Es que más allá del suspenso y la tensión que se genera durante todo el relato, hay algunos momentos de humor que de todos modos siempre resultan incómodos, lo que termina de imprimirle el tono inquietante a la película.
Rojo está llena de metáforas pero no subrayadas. Es una película construida con mucho cuidado, con imágenes a primera vista simples (como aquella con la que comienza: ese plano fijo y silencioso a la puerta de una casa donde entra y sale gente llevando objetos) pero que en su contexto dicen y retratan mucho más.
Hay un muy buen trabajo en la fotografía de Pedro Sotero, donde predomina el rojo, un rojo que se va tornando cada vez más intenso. También juega bastante con el zoom, al mejor estilo del cine de esa década.
Darío Grandinetti interpreta a Claudio dotándolo de una ambigüedad que se va desarrollando mejor a medida que se sucede el relato. Así, por momentos creemos conocerlo y podemos empatizar, pero luego ya no estamos tan seguros y no sabemos tampoco qué esperar de él.