Rojo, tercer largometraje de Benjamín Naishtat, narra una historia que transcurre en alguna provincia argentina en 1975. El episodio central arranca con una simple discusión sobre los buenos modales y el orden establecido, pero ese intercambio desencadena un dominó de sucesos de violencia contenida con derivaciones imprevisibles, que desnuda la podredumbre oculta y la oscuridad a la que es capaz de descender alguien tan preocupado por ser correcto y guardar las formas como Claudio (Dario Grandinetti).
Si bien se apoya en ese nudo argumental como eje narrativo, la maestría del director radica en no caer en el documentalismo ni tratar de pontificar; nos sugiere un collage con múltiples alusiones históricas (a los “rojos”, a los desaparecidos, a la represión), e imágenes que aportan a una historia coral con conflictos que se vislumbran alrededor de los personajes que rodean al protagonista: la familia del “doctor”, un abogado que tiene un lugar destacado en la sociedad, y el pueblo “fuenteovejunesco”, donde se murmura por lo bajo lo que todos saben que pasa pero nadie se anima a admitir.
Naishtat le imprime a su obra un pulso agobiante y su sello propio para captar un ominoso clima de época, donde debajo de la superficie aparentemente normal y apacible de los respetables miembros de la comunidad de un pueblo sin nombre, se oculta un germen turbulento y sórdido que pugna por salir como si se tratara de un volcán a punto de entrar en erupción. El ritmo del relato se completa con un contrapunto visual: la intrigante secuencia inicial del frente de una casa de la que todos se llevan algo, un encuentro surrealista en el jardín de esa casa arrasada (casi a modo de epílogo de Casa Tomada, de Cortázar), un auto en los caminos del desierto y los colores del alba (como telón de fondo de la acción que transcurre fuera de cámara), o el eclipse rojo en la playa, metáforas de lo que se esconde, de lo que no se quiere ver.
Los rubros técnicos, impecables, hacen posible este viaje en el tiempo que nos lleva a espiar escenas de la vida cotidiana en la década de 1970: desde la extraordinaria fotografía que parece recrear la gama de colores de las viejas películas caseras, la intromisión de un aviso publicitario de la época (con Antonio Grimau como joven galán publicitario), el humo de cigarrillo que invade cada escena, la música incidental con toques de cuerdas desafinadas que preludian el derrumbe y la decadencia (me recordó a la genial Zama, de Lucrecia Martel), hasta el maquillaje que abunda en bigotes, y el vestuario de gamulanes y pantalones de botamanga ancha (que para la generación de +50 remite directamente a los recuerdos de infancia).
Las sólidas actuaciones, especialmente el austero y preciso trabajo de Darío Grandinetti, suman para que la película sea un espejo incómodo y perturbador de lo que somos como sociedad, como en un moderno Civilización y Barbarie donde no se sabe cuál es cuál.
Rojo es un extraordinario y premiado filme, sin dudas entre lo mejor del año, que nos propone reflexionar sobre nuestra historia, nuestros conflictos y escarbar en nuestras raíces, aunque duela hacerse cargo.
Calificación: Excelente.
(Escribe Cecilia Della Croce para Ociopatas)