Odio loco, amor sano
Esta película es una oportunidad propicia para que los jóvenes descubran a William Shakespeare, si ocurriese algo tan alentador, o si no, para que conozcan una historia de amor diferente a las que predominan en el cine actual. "El amor es el humo que queda de dos miradas intensas", se oye decir por ahí.
Romeo y Julieta, escrita en 1597, había tenido hasta aquí varias adaptaciones, siendo una de las más desafiantes la de 1996, con Leonardo DiCaprio y Claire Danes. La historia de dos amantes que se atreven a retar el odio ancestral que se tienen sus respectivas familias, contada como un fenómeno callejero moderno, se transformó en una pequeña película de culto que logró lo que pocos pudieron antes: poner al genio literario en los pósters de los dormitorios y en los reproductores de música.
Pero la memoria tiene esas vueltas. Pasó el tiempo y Shakespeare volvía a ser un extraño de pelo largo en las enciclopedias de arte, hasta que esta nueva versión, sin hacer historia, y que ni por lejos tiene la originalidad de la de DiCaprio, viene a echar una buena bocanada de aire fresco en la melena de sir William.
Será por su frescura y su agilidad. Será el acento, nada teatral, nada británico, de los actores, que se alejan del modelo para sonar más naturales. Será la mano del director, un italiano de Calabria llamado Carlo Carlei. Él, con directo de fotografía, hicieron un trabajo estupendo de representación, eligiendo interiores y exteriores: galerías, salones, calles, plazas, balcones, fuentes, almenas, puentes, torres de castillos, donde muchos hombres serían capaces de entregar su bien más preciado, la soltería, para contraer matrimonio en felicidad.
Además, los intérpretes se lucen. Como Natasha McElhone, últimamente más conocida por la serie Californication, o Laura Morante, o Stellan Skarsgard. Pero también otros actores menos conocidos que asoman, como un tal Ed Westwick, que tiene la ventaja de hacer de villano, un papel como para lucirse, que aprovecha para mostrar que lo seleccionaron bien.