Silencios prolongados. Largos planos fijos. Escenas que se demoran en la observación de situaciones que buscan descubrir en la intimidad de una pareja, durante una entera jornada de domingo, las señales de una relación que no se decide a reconocer que desfallece, o que apenas sobrevive en la superficie de gestos ya vacíos, sólo sostenidos por la rutina. Todo transcurre, del despertar mañanero al inevitable desenlace, en la amplitud de un departamento que con el correr de las horas empieza a tomar el carácter de un encierro para los dos, aunque ella parezca más consciente del clima de incómoda tensión y más dispuesta a ponerle fin, y él se muestre más confiado en que aún hay tiempo para recuperar el lazo que los unía.
El lenguaje minimalista de María Laura Dariomerlo aquí debutante en el largometraje trata de transmitir al espectador esa atmósfera de tensión y lo consigue en buena medida, más allá de que al mismo tiempo imponga cierta distancia que desalienta el compromiso emotivo, una carencia que se vuelve notoria sobre todo en los tramos finales, al hacerse necesaria una culminación dramática. Por otro lado, no puede evitarse que tanta contención, más el ritmo moroso y la extensión de los silencios suenen a veces algo forzados y confieran cierto carácter artificioso a los personajes y a la historia, cuyo desenlace no puede anotarse entre los aciertos del guión.
En cambio, sí los hay en el terreno visual. Ya es un mérito destacable que en su primera película, Dariomerlo pueda mostrarse dueña de un estilo. En él mucho tiene que ver la cuidada composición de los encuadres, la luz de Agustín Álvarez y el empleo del fuera de campo. También cabe destacar el trabajo de los actores principales (Leticia Bredice y Pablo Rago), gracias a cuya entrega esta suerte de crónica de una separación tema tan frecuentado por el cine puede ganar algún interés extra.