Poné al travesti
El problema es siempre la forma. Están los que piensan que lo importante en el cine son los actores, la historia que se cuenta, los parlamentos, la fotografía, el mensaje que le queda al espectador, el diseño de arte o vaya a saber uno qué. Pero no, en cine lo que importa es la forma, cómo se cuenta lo que se quiere contar.
En sus primeros minutos Rouge Amargo recuerda vagamente a Matar o morir, aquella película protagonizada por Clive Owen y Monica Bellucci: un asesino profesional misterioso y una prostituta se cruzan por azar y de pronto se encuentran perseguidos por el mundo entero. Pero donde en aquella hay velocidad, juego irresponsable y placer cinético, en Rouge amargo tenemos una narración torpe (mucho más allá de la obvia diferencia de presupuestos), atmósferas graves y una puesta en escena confusa.
No se trata, por supuesto, de que todo cine deba aspirar a ser como el de Hollywood (aunque por momentos Rouge... parece intentarlo), sino simplemente de que esta película no logra encontrar su propio tono. Rouge Amargo cree todo el tiempo que es mucho más seria de lo que en realidad es. Y eso es fatal.
Por ejemplo, es llamativamente inútil la subtrama protagonizada por Nicolás Pauls: una historia paralela que se nos presenta desde el comienzo y que se va estirando con episodios esporádicos a lo largo de toda la película, como para recordarnos que la historia en la que básicamente no pasa nada todavía está en juego. ¿Para qué existe ese periodista interpretado por Pauls? Para que recién al final podamos tener acceso a la edificante moraleja de esta película.
Más allá del montaje que quiere generar ritmo ahí donde no lo hay y de la cámara en mano agotadora, Rouge Amargo queda atrapada en el vértice de una alternativa: no se juega por el placer hueco (hay un político asesinado, prostitutas, narcotráfico, violencia de género, una mugre generalizada en los ambientes y en la puesta en escena que hace pensar en algo sórdido cuando en realidad lo más que tenemos son escenas de noche), pero tampoco cuenta verdaderamente una historia. La prostituta y el asesino tal vez sean los protagonistas de la película, pero no sabemos nada de ellos, no tienen una verdadera personalidad más allá de alguna que otra cara de piedra. Lo que queda está a mitad de camino entre el lugar común (no explotado a conciencia) y el policial moralizante, cuyo contenido político es tan genérico que más allá de llenarle de plomo los zapatos a esta historia, no podría asustar a nadie.
En el medio de todo esto aparece un personaje secundario que va creciendo con el correr de la película hasta comérsela entera: Rita, la travesti interpretada por Gustavo Moro. Cada vez que Rita aparece en el cuadro, llena la pantalla a diferencia de lo que pasa con Luciano Cáceres y Emme, cada uno con mayor o menor fotogenia pero siempre mal filmados, incluso en las dos escenas de desnudo de Emme. Aunque este personaje también está levantado en torno a lugares comunes (los sufrimientos infinitos de esta mártir de la calle hacen que por momentos Rouge Amargo parezca el calvario de una travesti a la que le sale todo mal), la suma total de estos pocos rasgos termina generando una idea de personaje, una personalidad, una entidad que sufre y ama, a la que le pasan cosas, con la cual nos podemos relacionar.
Hacia el final de la película, para cuando la trama policial ya realmente dejó de importarnos y las últimas vueltas de tuerca no desvelan a nadie, todo lo que estamos deseando en las butacas es que vuelva a aparecer la travesti en cámara.