La monotonía del séptimo arte.
Mientras que gran parte del Hollywood contemporáneo -especialmente el que surgió en los márgenes independientes- divide su destino entre las películas con mensajes fastuosos, las cuales por cierto no llegan a sostenerse en términos narrativos, y el extremo opuesto, la sonsera pasatista centrada en productos cada vez más huecos y destinados a la espectacularidad vía CGI de cartón pintado; Joel y Ethan Coen siguen absortos en su camino tan particular, en el que la combinación de distintos géneros y una buena dosis de sadismo no deja lugar al onanismo cinéfilo de Quentin Tarantino o la pedantería de Steven Spielberg, dos ejemplos de autoindulgencia barata y pérdida de la chispa lúdica de la juventud (respectivamente). Si pensamos en el cine de los hermanos, nos encontramos en un terreno muy diferente ya que el delirio controlado siempre resulta vitalizante y permite una multitud de lecturas que no quedan aprisionadas en la nostalgia o la colección de citas, dos facilismos estructurales que vienen saturando todo el espectro del “cine de autor” desde hace -mínimo- tres décadas.
¡Salve, César! (Hail, Caesar!, 2016) no es la excepción en esta cadena prodigiosa porque aquí una vez más retoman el tono mordaz y caótico de otras propuestas de época, tan misteriosas como descontracturadas, en la línea de El Gran Salto (The Hudsucker Proxy, 1994) y ¿Dónde Estás, Hermano? (O Brother, Where Art Thou?, 2000): mientras que aquellas funcionaban como obras relativamente fallidas y/ o de transición dentro de la trayectoria de los directores, la película que nos ocupa eleva por un lado el nivel cualitativo pero al mismo tiempo se mantiene lejos de joyas como Barton Fink (1991), El Gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998) y Un Hombre Serio (A Serious Man, 2009), todas obras maestras de la vertiente cómica de los norteamericanos. Hoy tenemos una suerte de relato coral que gira en torno a la figura del que fuera -en la vida real- uno de los ejecutivos más bizarros del Hollywood de Oro, Eddie Mannix, el encargado durante décadas de mantener a raya a las estrellas de la Metro Goldwyn Mayer, ahora rebautizada Capitol Pictures: en un período en el que la imagen pública de los actores y aledaños debía sí o sí concordar con los estereotipos del “american way of life” más conservador, el señor se la pasaba escondiendo los secretitos sucios de los susodichos a ojos de la prensa populista y del corazón.
El Mannix de los Coen, interpretado estupendamente por Josh Brolin, no es un fantasma de la añoranza por tiempos pasados ni un zombie del refrito posmoderno: en esencia se mueve como un workaholic que en los años 50 duda entre abandonar su trabajo (frente a una oferta laboral en otro rubro, para colmo vinculado a la bomba atómica) o mantenerse en la industria del espectáculo (lo que implicaría continuar construyendo máscaras para la vida pública de cada uno de los involucrados en la maquinaría del séptimo arte). Hoy el acento ácido de otras épocas no lo es tanto y esto constituye una verdadera sorpresa, principalmente porque en ¡Salve, César! no predomina la parodia lisa y llana sino una especie de simpatía para con un trabajador fanático que saca adelante un entorno cada vez más complejo, dominado por la Guerra Fría y la crisis del mainstream ante el advenimiento de la televisión. A Mannix no le interesa absolutamente nada más allá de la finalización del péplum bíblico berreta de turno, intitulado por supuesto Hail, Caesar!, lo que a su vez nos reenvía a los pormenores que debe sobrellevar y los protagonistas de tales desventuras.
Si bien el catalizador de la trama es el secuestro de Baird Whitlock (George Clooney), la estrella central de la epopeya en rodaje, aquí tenemos un verdadero desfile de conflictos: la actriz DeeAnna Moran (Scarlett Johansson) está a punto de convertirse en madre soltera, Hobie Doyle (Alden Ehrenreich) es obligado a pasar de los westerns -con un dejo musical- a los dramas taciturnos, el director Laurence Laurentz (Ralph Fiennes) se queja precisamente por el desempeño de Doyle, las gemelas “chimenteras” Thora y Thessaly Thacker (Tilda Swinton) amenazan con revelar distintos rumores que circulan en el ambiente, etc. Cada subtrama incluye una recontextualización -entre cariñosa y levemente sarcástica- del sistema de producción leonino de aquella etapa, una estrategia que ha sido administrada con tacto e inteligencia por los Coen, quienes evitan el cinismo y recurren nuevamente a la imprevisibilidad narrativa (cualquier cosa puede ocurrir en cualquier momento, aunque dentro de la lógica errante del film en su conjunto) y a las referencias sutiles al film noir (en esta oportunidad volcado más que nunca hacia el costado más adorable de ese atolladero existencial que le da sentido a los personajes).
Otro punto a destacar son las maravillosas secuencias musicales/ coreográficas que condimentan los vaivenes de la historia; ayudando a balancear por un lado la mojigatería del período y los caprichos de las figuras del star system, y por el otro la monotonía profesional y toda la demencia que engendró el enfrentamiento entre Estados Unidos y la otrora URSS. El mayor mérito de ¡Salve, César! no se reduce simplemente a su condición de sátira afectuosa para con un ciclo histórico que quedó enterrado hace ya mucho tiempo, un mote que sin dudas le cabe a una infinidad de convites similares desde la década del 70 hasta el presente: aquí los Coen desnudan -a través de viñetas coloridas e hilarantes- las idas y vueltas de la manipulación, el escapismo y la soberbia, y cómo en ocasiones éstos pueden ir de la mano de las utopías, la imaginación creativa y la belleza que se deriva del placer estético. Más que versar sobre la bomba atómica o la soberbia sin límites del backstage, el último opus de los hermanos Coen es un lienzo disruptivo acerca de las contradicciones que movilizan al ser humano y al sistema productivo cinematográfico, ahora encarnado en la voluntad férrea aunque muy oportuna de un Mannix todo terreno.