La extensa lucha por los derechos civiles.
Que el film se titule Selma y no King, pese a que es la figura del célebre pastor la que ocupa el centro del relato, tiene su explicación. Es la población de esa ciudad de Alabama la que conforma el retablo protagonista de las famosas marchas que marcaron en los años 60 un momento culminante de la larga lucha por los derechos civiles emprendida por los afroamericanos y a la que con menos frecuencia de la que suele creerse el cine ha abordado frontalmente (hasta podría decirse que Selma es el primer film de envergadura que Hollywood dedica a Martin Luther King). Pero más allá de la mera biopic, que con buen criterio el film condensa en unos cuantos episodios ilustrativos de su personalidad y representativos de su gesta, importa el movimiento que el pueblo protagoniza bajo su guía.
Una elección que queda expuesta desde el comienzo mismo del film, con la escena íntima de los preparativos del líder para asistir en 1964 a la Academia Sueca, donde recibirá el Premio Nobel de la Paz. Aquí sobreviene un abrupto quiebre: la explosión en una iglesia de Birmingham que dejó como saldo la muerte de cuatro niñas negras. Pero inmediatamente después la película parece encontrar su justo tono con la secuencia que tiene a Oprah Winfrey como protagonista: es una mujer común que intenta registrarse como votante y es rechazada.
Serán muchos otros ciudadanos negros los que ganarán nítida identificación a lo largo del relato, no sólo como participantes de las marchas de Selma a la capital estatal, Montgomery, secuencias en las que el film gana palpitante verosimilitud y la directora DuVernay la primera realizadora negra nominada para el Oscar demuestra su potencia narrativa. Sobre todo en la primera, el Bloody Sunday del 7 de marzo de 1965, brutalmente reprimida por las fuerzas del orden. Pero también merecen destacarse las abundantes escenas que pintan al protagonista en la intimidad, con sus dudas, sus convicciones y la larga reflexión sobre las estrategias que guiarán su relación con un presidente Johnson que el film describe como demasiado reticente hacia la demorada promulgación de las leyes que asegurarían la igualdad de derechos cívicos por encima de las diferencias en el color de la piel. Hay quienes han cuestionado ese retrato de Johnson, al que poco ayuda una composición del excelente actor británico Tom Wilkinson, al que le cuesta desaparecer bajo el personaje.
Cincuenta años después de ese postergado reconocimiento, no puede decirse que la cuestión racial esté completamente resuelta, pero más allá de las diferencias con King que el film no deja de exponer incluso por boca de otros luchadores, partidarios de gestos menos pacíficos que los que defendía el pastor, nadie niega el papel fundamental que a él (notable trabajo de David Oyelowo, que lo despoja del bronce y pone el acento en su dimensión humana) le cupo en la historia norteamericana del siglo que pasó. El film, que en ese sentido puede contribuir a reflexionar sobre cuánto queda aún por hacer, también acierta al señalar la conciencia con que tanto Luther King, finalmente asesinado en Memphis a los 39 años, el 4 de abril de 1968, como su esposa Coretta asumían el peligro de muerte que corrían teniendo en cuenta el clima de intolerancia racista que primaba entre sus enemigos.