Una película onanista
Guy Ritchie es un director cuya trascendencia roza lo anacrónico: cuenta con una filmografía mediocre/regular y desarrolla una serie de estrategias narrativas que casi nunca se adaptan a las películas que aborda. Por el contrario, las historias que narra parecieran estar condenadas a adaptarse al estilo cool (por cierto, estilo ya vencido y desvencijado hace una década, que incluso YA era vieja con Snatch: cerdos y diamantes, de 2000); es decir, estamos ante un director cuyo narcisismo estético le impide ser funcional a las historias que cuenta. Entonces… ¿Ritchie como el tema principal de sus películas? Tampoco es para tanto, pero…
Con Sherlock Holmes (la primera película de la serie), Ritchie parecía haberle encontrado la vuelta a sus pirotecnias visuales (por ejemplo, el tan característico ralenti): el “don” de Holmes, un hombre cuya capacidad deductiva lo convertía en un extraordinario perro de caza, tenía que tener un correlato cinematográfico atractivo; es decir, había que hacer atractivo a Holmes visualmente para que la franquicia del eterno Conan Doyle pudiera reciclarse.
Ahí es donde el recurso canchero (la sucesión de planos detalles acelerados, la percepción de Holmes distinta a la del resto construida por medio del ralenti, por ejemplo) permitía que el mundo visual limitado de Ritchie tuviese una desembocadura apropiada. De ahí que aquella primera película parecía un acertado vuelco en la carrera del director inglés: un ejercicio de estilo, una figura clásica aggiornada a “los tiempos que corren” (nunca entendí muy bien esa frase ni por qué los tiempos corren, por cierto), actores carismáticos, un desarrollo menos cerebral y más físico del personaje (un peleador nato) y cierto aire cool y posmoderno en el diseño de producción.
Bueno, con Sherlock Holmes: Juego de sombras todo lo anterior se potencia para mal y con un sistema de repetición, como una ametralladora de lugares comunes: lo que antes era hallazgo ahora es marca de estilo, lo que antes podía resultar simpático aquí es una mera repetición de fórmula, lo que en aquella era una narración en función a las necesidades de la historia aquí apenas son leves destellos de ingenio visual en medio de un maremagnum de hechos previsibles. Incluso desde la perspectiva de los personajes la película también abandona cualquier posible sensación de peligro (sólo por mencionar un contraejemplo: cuando vemos Misión: Imposible - Protocolo fantasma, también sabemos que Ethan Hunt se va a salvar, pero el criterio de registro del peligro físico está manejado con una precisión tal que aún en el inverosímil el realismo está a la vuelta de la esquina para que pensemos que TODO puede pasar, que los personajes están realmente expuestos al peligro), lo que hace que el desinterés comience siendo paulatino y luego violento en aquello que vemos: hay, si se quiere, menos empatía posible que la que podemos desarrollar con personajes como Ethan Hunt o Tintín, ejemplos perfectos de personajes con películas en cartel en donde no son tratados como marionetas sino como entidades con vida propia.
Sherlock Holmes: Juego de sombras se parece mucho a una actividad onanista: un comienzo a plena imaginación, tiene momentos inevitablemente placenteros, tiene picos de disfrute pero la cosa finaliza relativamente rápido para dar paso a la vida real (o los mundos posibles que nos hacen vivir esas vidas: esa es la potencia de la ficción al fin y al cabo), definitivamente más compleja, humana e interesante que la celebración narcisista de un director tan irregular.