Sherlock Holmes es inagotable. A más de 120 años de su nacimiento literario y después de ser transportado a todos los formatos -de cuentos y novelas a historietas- y de haber sido recreado por decenas de actores en la radio, el teatro, el cine y la televisión, el inmortal detective de Arthur Conan Doyle ha sobrevivido a todo tipo de intervenciones. Una de las últimas es la que le aplicó el inglés Guy Ritchie hace dos años e implicaba casi un traslado en el tiempo ya que a la perspicacia y el agudo poder de observación del campeón del razonamiento deductivo y maestro del disfraz, se le sumaban rasgos y destrezas de un héroe de acción del siglo XXI. Parecía una transformación demasiado audaz que, más allá del previsible disgusto de los puristas, corría el peligro de un rechazo generalizado. Pero el film -apenas la adaptación del clásico personaje al celebrado "estilo Ritchie", con su metrallar de artificiosos efectos y su ritmo frenético- fue un éxito. Así que el cineasta de Juegos, trampas y dos armas humeantes decidió repetir la fórmula.
Sólo que ahora, pasada la novedad, con señales de fatiga a la vista en varios rubros, un guión cuya intrincada maraña no alcanza a generar verdadera intriga y el machacón empleo del estrépito (sonoro y visual) para tapar las fragilidades del cuento, el resultado no es tan eficaz y la secuela empieza a parecerse bastante a una réplica. Están ahí todas las marcas llamativas del modelo Ritchie: el tiempo de la acción, que es administrada en ráfagas (lo mismo que la música) y que a veces, en muchos diálogos, confunde prisa con ritmo; la combinación de vértigo y humor; los bruscos cambios de velocidad, la abundancia de planos detalle, la cámara lenta, las aceleraciones, la sucesión de planos breves montados con la velocidad de disparos de ametralladora. El guión toma unos pocos elementos de Conan Doyle; entre ellos, claro, al protagonista y el infaltable doctor Watson, otra vez confiados a Robert Downey Jr. y Jude Law; al hermano del detective, Mycroft, a quien Stephen Fry convierte en el personaje más gracioso de la película, y al villano del caso, que no es sino el profesor James Moriarty, eterno archirrival del detective y uno que puede competir con él en su mismo terreno. Casi todo lo demás proviene de la imaginación de los guionistas, que eligen un momento histórico (fin del siglo XIX) del que la dirección de arte y el vestuario saben sacar provecho. Una seguidilla de asesinatos y atentados en Europa -el film comienza con el estallido de una bomba en Estrasburgo- busca exacerbar el malestar social y político para empujar a la guerra a Francia y Alemania para beneficio de los fabricantes de armas, y sólo Sherlock es capaz de sospechar que Moriarty puede estar detrás de la conspiración: por algo lo llama el Napoleón del crimen. Es la excusa para que en el film abunden tantas explosiones como exige hoy el cine de acción.
A la investigación del caso se suman los celos: son los días previos a la boda de Watson, lo que por supuesto no hace al detective demasiado feliz. Con estos elementos, el guión arma menos una historia que una suma de situaciones puestas al servicio de un Ritchie demasiado conforme con su festejada fórmula como para esforzarse en renovarla, aunque haya aciertos esporádicos. Lo mismo puede decirse del elenco, que trae un par de novedades en el ajustado Moriarty de Jared Harris y la presencia siempre sugestiva de Noomi Rapace, aunque aquí esté bastante lejos de la inquietante Lisbeth Salander del ciclo Millenium.