Dos puños contra Londres
La nueva saga de Sherlock Holmes despertaba ciertas sospechas, sobre todo considerando la presencia del director Guy Ritchie (Juegos, trampas y dos armas humeantes, Snatch, RocknRolla) detrás de cámaras, un cineasta propenso a los ritmos acelerados, a narraciones atropelladas y a cuadros con una inmensa cantidad de personajes. Despertaba cierto temor que el protagonista fuese aggiornado torpemente, que la esencia del original de Conan Doyle fuera destratada. Y está claro que también debían incorporarse elementos nuevos, que asimismo era necesario aportar cierto empuje y vitalidad a los caracteres.
Los principales cambios saltan a la vista y son comprensibles. Se trata de una franquicia que pondera sustancialmente la acción, al punto de igualarla en tiempo a la pesquisa policial propiamente dicha. Por eso se explotan cualidades de Holmes que antes existían pero que eran sólo secundarias: sus dotes como boxeador y como esgrimista. Así es que puede verse a un excéntrico protagonista -Robert Downey Jr, tan brillante como siempre- a los bastonazos contra media docena de villanos, o entrenándose a golpes de puño con gorilas que lo duplican en masa corporal, en medio de una suerte de fight club del bajo mundo londinense. Si bien en Estudio en escarlata Conan Doyle describía a Watson como “delgado como un bastón”, en el imaginario impera la imagen de un personaje gordo y de baja estatura. Lo cierto es que nunca se vio un Watson tan delgado y atractivo (Jude Law) como ahora, dispuesto a agarrarse a palos con quien fuere y de salir corriendo atrás de cualquier malviviente en fuga. La diferencia es sustancial, queda claro que se quiso elevar la figura de Watson de modo que no quedara opacado por Holmes; que el contraste no fuera evidente. Ya no hay un tono condescendiente por parte del detective, de hecho no existe ese irritante “elemental, querido Watson”, y se explota una divertida tensión homoerótica -uno de los mayores aciertos de este filme- en el dúo protagonista: Holmes no deja de dar muestras de celos por al reciente noviazgo de Watson, y éste responde en forma agresiva. Lejos de los modales victorianos y el impoluto respeto mutuo que existía en los originales, aquí abundan los reproches, la ironía y los sarcasmos, semejándose el trato al de los gángsters de poca monta que pueblan la obra de Ritchie.
Si bien la química y la simpatía de la pareja protagonista es un punto fuerte, la anécdota deja un poco que desear. La trama de logias involucradas en ritos oscuros tiene un fuerte tufo a déjà vu –por ejemplo se dio en aquella notable El secreto de la pirámide, con el joven Sherlock Holmes, y más tarde en subproductos como Los ríos color púrpura 2 o Angeles y demonios-. Como es frecuente en las obras centradas en la acción y el entretenimiento desatado, hay grandes anacronismos -Holmes nombra como al pasar las ondas radiales y la radiación electromagnética, por ejemplo- y hay algún hueco de guión –en cierto momento explica un suceso que nunca atestiguó ni pudo haber advertido-. Pero aunque sean puntos que afectan un poco la coherencia general, no son de mayor relevancia, y la película funciona bien como entretenimiento, que al fin de cuentas es lo que importa.