Imponiendo la redención
Por suerte hoy se prorroga nuevamente la racha de buenos thrillers e interesantes películas de horror que venimos disfrutando desde hace tiempo: Intrusos es otra joyita que recupera el costado más nihilista de los géneros para combinarlo con un suspenso de entorno cerrado muy eficaz…
Si bien la configuración contemporánea de los thrillers de invasión de hogar nace en las décadas de los 60 y 70 con las pioneras Espera la Oscuridad (Wait Until Dark, 1967), Perros de Paja (Straw Dogs, 1971) y Cuando Llama un Extraño (When a Stranger Calls, 1979), recién a partir de los 80 se termina de establecer como un subgénero por el volumen de exponentes producidos. Así las cosas, durante los últimos años hemos visto avanzar una vertiente que podemos rastrear hasta La Gente Detrás de las Paredes (The People Under the Stairs, 1991), de Wes Craven: hablamos de esa modalidad centrada en la premisa “anfitrión con sorpresas” que nos remite -por ejemplo- a las recientes Cacería Macabra (You’re Next, 2011) y No Respires (Don’t Breathe, 2016). De esta variante también han bebido, ya por fuera de la dialéctica de la usurpación y de manera más o menos tangencial, films como Nadie Vive (No One Lives, 2012) y Pet (2016). Mención aparte merece la genial trilogía de Marcus Dunstan sobre el tópico, conformada por El Juego del Terror (The Collector, 2009), Juegos de Muerte (The Collection, 2012) y The Neighbor (2016).
La película que hoy nos ocupa, Intrusos (Intruders, 2015), es una fiel representante del grupo porque retoma al pie de la letra el esquema “allanamiento e intento de robo que derivan en desastre”, a las claras uno de los preceptos insignia del enclave. Esta maravillosa ópera prima de Adam Schindler nos acerca la historia de Anna (Beth Riesgraf), una pobre mujer que sufre de agorafobia y no ha salido de su casona suburbial por diez años, desde la muerte de su padre. La protagonista cuida de su hermano Conrad (Timothy T. McKinney), un enfermo terminal con cáncer en el páncreas, y por ello cuando el susodicho fallece se le presentan dos opciones: dejar su morada para concurrir al funeral o quedarse encerrada como siempre. Anna elige la segunda alternativa y -en el preciso momento en el que se desarrollan los servicios fúnebres- ve con desconcierto cómo entran a su vivienda tres hombres, el cabecilla J.P. (Jack Kesy) y los cómplices Perry (Martin Starr) y Vance (Joshua Mikel). La banda busca una bolsa con dinero que la mujer le ofreció al “entregador inconsciente” Dan (Rory Culkin), delivery boy culinario de Anna y amigo de los anteriores.
Indudablemente los elementos que distinguen a Intrusos de otras realizaciones de rasgos similares son su nihilismo de base y los artilugios del inmueble. En lo que respecta al primer apartado, aquí no nos toparemos con víctimas desvalidas y -en contraposición- sádicos “a todo lo que da”, los dos baluartes en los que suele caer el terror en general, sino con seres oscuros y heterogéneos que no despiertan simpatía automática ni mucho menos, obligándonos como espectadores a presenciar el fascinante choque entre Anna y el trío de usurpadores sin un apego facilista hacia alguno de los dos bandos y sin esa sarta de lugares comunes de corte feminista bobalicón. Esto nos lleva al segundo ítem, con el cual tomamos contacto una vez que la señorita se saca de encima a Vance, el primero en morir: la mujer logra confinar al sótano a Perry, J.P. y a un recién llegado Dan, todos transformados en prisioneros de una protagonista que no puede salir de su residencia, no tiene interés en llamar a la policía y hasta cuenta con un surtido de sorpresas mecanizadas en esa inusitada cárcel, en consonancia con un misterio en torno a una cruzada oculta de ella y su hermano.
El guión de T.J. Cimfel y David White acumula tensión mezclando el naturalismo del horror indie (los secretitos sucios de las familias acaudaladas se unifican con la desazón de la white trash norteamericana) y la sinceridad de la clase B (el gore es ponzoñoso y mundano hasta niveles insospechados ya que la verdad es muy lacerante). Dentro de lo que podríamos definir como las dos modalidades principales de los thrillers de invasión de hogar según el objetivo de los homicidas de turno, léase la partidaria de la crueldad por la crueldad en sí y la que busca “imponer” la redención a terceros en pos de justicia o algún tipo de reparación, el opus de Schindler opta por ésta última variante y francamente se abre camino como uno de los mejores ejemplos de la misma, tanto por la coherencia del relato como por su eficacia a la hora de transmitir la incertidumbre, el malestar y la angustia que padecen los personajes a lo largo del derrotero. Los tres títulos en inglés con los que se conoce a esta pequeña joya, Intruders, Shut In y Deadly Home, nos hablan de la misma claustrofobia sustentada en un suspenso admirable que no da respiro en ningún momento…