El camino hacia la tolerancia.
Como una especie de contrapeso de las propuestas bobaliconas y anodinas que suelen llegar de Estados Unidos, y teniendo en cuenta que -desde hace décadas- no se estrenan en Argentina ejercicios de humor absurdo o contracultural, las comedias europeas aportan un soplo de aire fresco dentro de un género que parece casi siempre promediar hacia abajo. Sin ser maravillas del séptimo arte ni mucho menos, estos representantes aislados recuperan un humanismo que por un lado explota viejas rencillas de índole social, y por el otro pone en cuestión los vínculos de nuestros días y en especial esa estrategia homogeneizadora del mainstream que niega las diferencias o las entonaciones de turno, como si la ceguera y la irresponsabilidad resolviesen la multiplicidad de conflictos vía la ponderación de la idiotez.
Por supuesto que por afinidad cultural y una prolongada tradición, tanto Francia como Italia son las principales proveedoras de comedias populares para un mercado argentino copado por Hollywood, como lo demuestran las recientes Dios mío, ¿qué hemos hecho? (Qu’est-ce qu’on a fait au Bon Dieu?, 2014), Ellas saben lo que quieren (Sous les jupes des filles, 2014), El Capital Humano (Il Capitale Umano, 2013) y la presente Si Dios Quiere (Se Dio Vuole, 2015). A pesar de que todas se mofan de tópicos caros al progresismo del pequeño burgués (la apertura religiosa, el feminismo y el ascenso económico, respectivamente), la premisa de la primera -en términos concretos- constituye la base de este hilarante debut en la dirección del guionista Edoardo Maria Falcone, una película tan sencilla como perspicaz.
La historia está centrada en Tommaso (Marco Giallini), un cirujano cardiovascular ateo y arrogante que considera que su esposa Carla (Laura Morante), su hija Bianca (Ilaria Spada) y el marido de esta última, Gianni (Edoardo Pesce), son unos tremendos tontos. Todas sus esperanzas están puestas en su único hijo varón, Andrea (Enrico Oetiker), un estudiante de medicina que un buen día sorprende al clan en su conjunto anunciando que ama a Jesús y que desea convertirse en sacerdote. La hipocresía entonces pasa a primer plano cuando Tommaso “se come” la bronca, decide apoyarlo de la boca hacia afuera e inmediatamente comienza a investigar los movimientos de Andrea, descubriendo que su elección está motivada por Don Pietro (Alessandro Gassman), un cura con un estilo descontracturado.
A lo largo de su interesante ópera prima, Falcone juega con distintos subgéneros que hace girar alrededor de una versión bastante light de la enemistad entre la ciencia y la religión, siempre combinándola con clichés -muy bien administrados- de ese derrotero que nos lleva desde el prejuicio hacia la tolerancia para con el prójimo. La comedia de situaciones, la familiar, la de “pareja dispareja”, la romántica y hasta la profesional van desfilando una tras de otra, y lo curioso del film es que se luce en cada una, procurando en todo momento construir un retrato afable de personajes febriles e incoherentes, justo como somos los seres humanos. Finalmente, no podemos pasar por alto el prodigioso duelo actoral entre Giallini y Gassman, del que sale victorioso el primero a fuerza de su terquedad y contradicciones…