En reversa.
¡Qué fascinación que tiene la industria cinematográfica norteamericana con los pacientes terminales, los enfermos crónicos, los discapacitados o cualquier doliente que reditúe al momento de construir una determinada estructura melodramática! Más allá del estereotipo de la crítica simplona orientado a levantar el dedo acusador y volver a repetir que todos los años invariablemente contamos con uno o varios “exponentes estrella” del subgénero durante la temporada de premios del mercado anglosajón, sin dudas habría que establecer un criterio cualitativo más lúcido con vistas a distinguir cada caso en particular para de a poco separar la paja del trigo y evitar generalizaciones tan facilistas como la precedente.
A decir verdad uno tiende a recordar los ejemplos más burdos y muchas veces olvida la existencia de propuestas eficaces como Philadelphia (1993) o Despertares (Awakenings, 1990), las cuales hasta cierto punto compensan los clichés derruidos de mamarrachos como Preciosa (Precious, 2009), Mi Nombre es Sam (I Am Sam, 2001) o Una Mente Brillante (A Beautiful Mind, 2001). La obra que hoy nos ocupa, la correcta Siempre Alice (Still Alice, 2014), se ubica en la misma línea del fatalismo práctico de raigambre mainstream de las primeras, sin pretender acercarse a la denuncia de barricada símil El Club de los Desahuciados (Dallas Buyers Club, 2013) o las búsquedas psicológicas a la Spider (2002).
Ya la media hora inicial deja bien en claro la premisa detrás de la trama: Alice Howland (Julianne Moore), una especialista en el campo de la lingüística y madre de tres jóvenes, comienza a sufrir síntomas de un tipo muy raro de Alzheimer hereditario, lo que desemboca en una crisis en su entorno familiar. Por supuesto que la película es por demás deprimente y se necesita de una complexión férrea para recorrer este camino de deterioro progresivo, pero la experiencia tampoco constituye el súmmum de los relatos lacrimógenos y hasta resulta revitalizante porque se juega por el dolor más austero, sobre todo si la comparamos con esa celebración de la estupidez propia del ámbito cinematográfico de nuestros días.
De hecho, el mayor mérito de los directores Richard Glatzer y Wash Westmoreland no pasa tanto por la estrategia de encauzar hacia la sutileza la interpretación de Moore (una actriz maravillosa, dueña de una destreza incandescente), sino más bien por la elección de un tono seco en cuanto al devenir narrativo (deudor de los films independientes de las décadas de los 80 y 90). Asimismo, las actuaciones de Alec Baldwin y Kristen Stewart, como el marido y la hija problemática de la protagonista, ayudan a apuntalar un retrato -tan sereno como crudo- del Alzheimer y la fortaleza anímica para sobrellevarlo, un mal que implica un retroceso cognitivo que destruye lentamente la vida íntima y social de quien lo padece…