Masacres melodramáticas
Todo lo que puede hacerse con el personaje de James Bond/ 007, creado para la novela Casino Royale (1953) por el escritor, periodista y oficial de inteligencia británico durante la Segunda Guerra Mundial Ian Fleming, ya se hizo en ocasión de la seguidilla fundacional protagonizada por el enorme Sean Connery, aquella de El Satánico Dr. No (Dr. No, 1962), De Rusia con Amor (From Russia with Love, 1963), Dedos de Oro (Goldfinger, 1964), Operación Trueno (Thunderball, 1965), Sólo se Vive dos Veces (You Only Live Twice, 1967), Los Diamantes son Eternos (Diamonds Are Forever, 1971) y Nunca Digas Nunca Jamás (Never Say Never Again, 1983), le pese a quien le pese y sobre todo a los sucesivos reemplazos que la Eon Productions, la compañía productora primero en manos de Albert R. Broccoli y luego de su hija Barbara, eligió para cada época desde aquella despampanante década del 60, hablamos de George Lazenby, Roger Moore, Timothy Dalton, Pierce Brosnan y el más reciente de todos, el cumplidor Daniel Craig. Sin Tiempo para Morir (No Time to Die, 2021), de Cary Joji Fukunaga, película número 26 de la franquicia si contamos a Nunca Digas Nunca Jamás, algo que muchos imbéciles no hacen porque la susodicha no fue producida por Eon sino por la Taliafilm de Jack Schwartzman, pretende cerrar el ciclo de Craig mediante un metraje inflado de 163 minutos al extremo de que termina cayendo en el mismo problema del 99,9 % de los productos del mainstream de nuestros días, eso de ofrecer un comienzo interesante que se desinfla progresivamente hasta llegar al tedio y la frustración de unas buenas intenciones que no justifican toda la paciencia del espectador.
Si pensamos en la etapa más próxima en términos temporales, léase los años posteriores al fallecimiento de Broccoli y al relanzamiento en los 90 del personaje protagónico ya con Barbara al mando, indudablemente las únicas películas con un núcleo dramático digno y atrapante fueron, precisamente, aquellas dos destinadas a reposicionar al personaje dentro de otro tiempo y a presentar en sociedad al nuevo actor que lo interpretará, nos referimos a la adictiva GoldenEye (1995), puerta de entrada de Brosnan y catalizadora de tres secuelas mediocres, El Mañana Nunca Muere (Tomorrow Never Dies, 1997), El Mundo no Basta (The World Is Not Enough, 1999) y Otro Día para Morir (Die Another Day, 2002), y la excelente Casino Royale (2006), primera aventura de Craig y eje de cuatro corolarios lamentablemente muy flojos, Quantum of Solace (2008), Operación Skyfall (Skyfall, 2012), Spectre (2015) y el film que nos ocupa. Bastante lejos de expertos históricos de la saga como Terence Young, Guy Hamilton, John Glen y el mismo Martin Campbell, director tanto de GoldenEye como de Casino Royale, Fukunaga apuesta a seguro con una catarata de latiguillos un poco aggiornados, muy en sintonía con las últimas entregas y una rutina bastante aséptica que no se define entre el desparpajo del pasado o la corrección política demacrada de hoy en día, y honestamente se nota que lo suyo es el indie lírico y/ o visceral de Sin Nombre (2009), Jane Eyre (2011) y Beasts of No Nation (2015) y el policial seco de True Detective, la maravillosa serie creada por Nic Pizzolatto para HBO, o aquellas ironías de ciencia ficción de Maniac, serie apenas simpática de Patrick Somerville para Netflix.
La fuente de peligro en esta oportunidad es un tal Proyecto Heracles, arma biológica que contiene nanobots que se propagan como un virus al tocarlos y que arremeten por ADN codificado, es decir, a una persona concreta y a su círculo familiar, y por supuesto tenemos a una ninfa bella que puede o no ser traicionera, Madeleine Swann (Léa Seydoux), un villano retro que todos conocemos, Ernst Stavro Blofeld (Christoph Waltz), uno nuevo que habla raro, tiene la cara desfigurada y busca venganza contra Spectre por el asesinato de su familia, Lyutsifer Safin (el eficaz Rami Malek), un amigo y colega de siempre de la CIA, Felix Leiter (Jeffrey Wright), una agente muy hermosa que llega de la nada para ayudar al protagonista, Paloma (Ana de Armas), el mandamás amargo del MI6 al que responde Bond, M (Ralph Fiennes), el especialista en los juguetitos tecnológicos de 007, Q (Ben Whishaw), la secretaria de siempre de M, Eve Moneypenny (Naomie Harris), y hasta una candidata para el futuro reemplazo del agente estrella, Nomi (Lashana Lynch), miembro del MI6 que recibe el 007 por el típico retiro pasajero de Bond hasta que nuevamente es convocado al servicio activo. Como decíamos previamente, lo mejor de la película es el doble prólogo antes de los créditos, el de la escena en la que Safin se carga a la madre de Swann -portando una máscara hannya del teatro noh nipón- debido a que su padre a su vez mató a toda la parentela de Lyutsifer trabajando bajo el paraguas de la organización por antonomasia de Blofeld, Spectre, y el de la secuencia situada en Matera, Italia, que involucra la bomba en el sepulcro de Vesper Lynd (Eva Green) y una estupenda balacera y persecución motorizada.
Más allá de alguna excepción ulterior, como el secuestro del científico Valdo Obruchev (David Dencik) en un laboratorio del MI6, el agitado episodio en Cuba junto a Paloma o la visita al personaje del magnífico Waltz en la prisión, el resto del metraje embarra el devenir narrativo alargando sin sentido un desarrollo que debería ser puro dinamismo porque los eslabones de la franquicia se miden sobre todo por el nivel de la acción, las hembras y los villanos en cuestión y no por las minucias de los clichés del espionaje hiper delirante de por medio, opuesto exacto para con su homólogo realista, sucio y burocrático verídico de David John Moore Cornwell alias John le Carré, por ello los grandes peligros de la franquicia de Bond son tomarse demasiado en serio a sí misma, caer en múltiples giros melodramáticos o tratar de contentar a públicos foráneos como esas feminazis frígidas de la actualidad, los retrasados mentales fanáticos del CGI o los pelmazos que ponderan la comedia light o sus enemigos declarados, los castrados de la comarca arty y obtusos lambiscones del under similares. Billie Eilish entrega una canción homónima de apertura tan melancólica como olvidable y Fukunaga, a través de su guión a la par de Neal Purvis, Robert Wade y Phoebe Waller-Bridge, abusa de tres de los ardides más remanidos del Hollywood desesperado en busca de un “broche de oro” ultra heroico que clausure líneas argumentales, primero la muerte deslucida del antagonista máximo, Blofeld, segundo el óbito innecesario del mejor amigo, Leiter, a manos de un secundario pérfido llamado Logan Ash (Billy Magnussen), y tercero la inmolación tragicómica final del propio 007, encima para salvar a Madeleine y a la hija de ambos, la pequeña Mathilde (Lisa-Dorah Sonnet), gran colmo del estereotipo lacrimógeno barato que poco y nada tiene que ver con la idiosincrasia aguerrida, cínica y putañera del personaje, incluso en la faceta sensible y humanista pomposa que inauguró Casino Royale. En este sentido, casi todo el acto intermedio de la propuesta, plagado de sobreexplicaciones, escenas relleno y puntos muertos, y el remate retórico en sí, situado en una base de la Segunda Guerra Mundial de una isla ignota entre Japón y Rusia que hace las veces de esa guarida del adversario de turno, Lyutsifer, ya vista hasta el hartazgo a lo largo de la saga, tiran muy abajo a un producto millonario de elogiable factura clasicista que no sabe cómo inyectar verdaderamente algo de vida al esquema paradigmático del archivillano pretendiendo destruir al mundo, hoy por hoy tomando de rehén a Mathilde y bajo un sueño de “resetear” el planeta y sobre todo a una humanidad que adora que le digan qué hacer y a quién obedecer, por ello la lucha de fondo se da entre el conservadurismo con conciencia de Bond y el mesianismo fatalista de Safin y su ansia de evolución vía una masacre general…