La corrupción de los inocentes.
Considerando que estamos ante un típico caso de “clink, caja” por parte del inefable Scott Derrickson, la verdad es que Sinister 2 (2015) se abre camino como una propuesta bastante potable para lo que suele ser la triste media ya no sólo del campo de las secuelas, sino del terror en general. El norteamericano, a la manera de su compatriota John Erick Dowdle, rankea en punta como uno de los realizadores más eficaces y parejos trabajando en el mainstream de nuestros días: si bien ambos no son unos genios del género ni nada parecido, por lo menos resulta evidente que mantienen un buen nivel y que cada nueva obra despierta una sana curiosidad, a diferencia de lo que provocan palurdos infantiloides como Eli Roth.
En esta oportunidad Derrickson conserva los roles de guionista y productor aunque cede la silla del director en favor de Ciarán Foy, cuyo único antecedente era precisamente su ópera prima, la apesadumbrada Citadel (2012). Tanto en Sinister (2012) como en su continuación podemos identificar un engranaje doble en lo que respecta al apartado formal: en primera instancia está la clásica concesión para con los espectros y las citas al J-Horror de la década pasada (por suerte más cerca de las sutilezas que de los jump scares), y en segundo lugar encontramos un rescate nostálgico mucho más interesante, vinculado al sadismo y las “muertes artísticas” de los slashers de los 70 y 80 (cada deceso tiene su propia identidad).
La historia por supuesto retoma el derrotero de Bughuul, esa deidad pagana que gusta de adoctrinar a niños para que maten a sus familias y así eventualmente consumir sus almas. Ahora tenemos en paralelo la investigación del agente de policía de la original, interpretado por James Ransone, y el martirio del clan de turno, hoy compuesto por Courtney Collins (Shannyn Sossamon) y sus hijos Dylan (Robert Daniel Sloan) y Zach (Dartanian Sloan). Ambas líneas se unifican a fuerza de la intervención de un grupo de nenes fantasmas -bajo el influjo de Bughuul- que obligan a Dylan a ver filmaciones en Super 8 centradas en asesinatos protagonizados por los jovencitos, con Milo (Lucas Jade Zumann) a la cabeza.
Nuevamente la película termina engrandeciéndose más por la pobreza y enorme estupidez del contexto cinematográfico actual que por lo que ofrece en sí, en esencia un amasijo de elementos entrañables pero derivativos, los cuales son administrados con solvencia por Foy e incluyen un poco de humor bien dosificado, algo de melodrama, una mínima insinuación amorosa y los visionados tétricos “marca registrada” de la franquicia. Derrickson sigue controlando el opus y sorprende explicitando que lo suyo es una “observación estética de la violencia”, lejos de la ironía estandarizada del presente y cerca del retrato exploitation en torno a la corrupción de los inocentes, esos pequeños reconvertidos en verdugos autistas…