La esencia contaminada
Only Lovers Left alive tiene uno de los comienzos más bellos del cine de los últimos tiempos; un cielo estrellado que, gracias a los giros de cámara, se convierte en tocadiscos mientras continúan las vueltas que mostrarán a Adam (Tom Hiddleston) y Eve (Tilda Swinton) durmiendo en camas separadas. El vive en Detroit, ella en Tánger pero su amor y matrimonio de siglos no conoce límites geográficos; es por ello que al despertar se buscan y conversan a través de un pseudo sistema similar a Skype. Si, son vampiros modernos o más que modernos, seres que se adaptan al paso del tiempo, mientras su estilo y forma de ver el mundo, permanecen intactos.
Adam es un músico ermitaño que comienza a ser mencionado dentro del circuito under de la emergente zona; y su “éxito” justamente se debe al misterio y secretismo a su alrededor, ya que no se lo ve salir al exterior (aunque su música si suene en los bares nocturnos), y nadie lo conoce en persona; tan sólo dos “humanos”: Jeffrey Wright y Anton Yelchin. El primero es médico, y es quien le provee al solitario compositor sangre pura para alimentarse; mientras que el otro es una suerte de asistente personal, seguidor musical, que atiende a los pedidos de Hiddleston, por más extraños que sean.
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Por otro lado, Adam está deprimido, cansado, exhausto de la sociedad actual, de los zombies que en ella habitan (seres humanos) y carece de un motor que incentive y encante su vida eterna. Frente a este panorama, Eve acude a su amado y juntos recorrerán las calles desiertas de lo que alguna vez supo ser la cuna de la cultura underground; mientras que reflexionan sobre el malestar social. Malestar que los hace hablar de las guerras del petróleo; y aborrecer la estupidez zombie humana que logró además de contaminar su propia agua, hacer lo mismo con su sangre; por lo que ellos deben procurar conseguir sangre pura y “sana”, exenta de drogas heredadas de la modernidad; y por ello el vínculo hacia el Dealer/Dr. Faust (Wright).
Todo parece más calmo con la llegada de Eve, pero la visita de su descuidada hermana, romperá el idilio amoroso e intelectual; quien además consumirá las últimas provisiones puras que la pareja conserva y que los enfrentará a un nuevo desafío de superviviencia. Lejos de cualquier esperado y conocido enfoque sobre el vampirismo, Jarmusch reinventa y re-imagina a los seres de la eternidad; les da más humanidad y conciencia social que cualquier antecesor.
Fiel a su estilo de combinar y mixturar estilos, Jarmush nos da momentos cercanos a lo oscuro, pero a la vez con muchos toques de humor, donde el escenario pesimista es también atravesado por el conocimiento histórico de estos seres y por su amor a la contemplación del arte y la estética en todas sus formas. Sólo basta con ver los primeros planos del film para entender que Adam y Eve son los verdaderos y absolutos dandys de la eternidad, con un estilo propio, original y atemporal exquisito. Sin embargo esta presentación snobista no se corre del eje central de la película que funciona como una forma de rechazo a la intoxicación humana; al adormecimiento en vida de los humanos zombies, y que encuentra en el vampiro, en el ser más cercano a la esencia de la vida y que más conoce sobre causas y consecuencias; su máximo detractor.
Es justamente eso lo que Adam no sabe como evitar o soportar, ya que él, en tanto vampiro, se intoxica en cada mordida; vive de sangre… Pero este peligro de ser “devorado” por el veneno moderno, de ese encuentro con lo real, es lo que más lo angustia y lo hace añorar tiempos pasados. La modernidad líquida de la que tanto nos habló Zigmunt Bauman llegó hace rato, pero aquí esa liquidez color borgoña, adictiva, hipnótica (casi tanto como la banda sonora del film) y dulce, puede ser también peligrosamente tóxica; y Jarmusch lo sabe bien.
Por Marianela Santillán