Impune mal gusto
Debo reconocer que para mí, Happy Madison -la productora de Adam Sandler-, es una factoría de placeres culpables. Allí está siempre en el cable la filmografía de Dennis Dugan o Peter Segal, con Sandler poniendo la cara, para engancharme a cualquier hora del día en cualquier momento de la semana. Lo banco mucho a Sandler. Creo que es un comediante-autor, con una visión muy marcada del mundo, repitiendo casi siempre el mismo personaje porque así reafirma esa mirada.
Así como tuvo sus papeles típicos, Sandler también supo demostrar que cuando es comandado por un buen capitán detrás de cámara, hace cosas muy buenas, como en Punch-Drunk Love (Paul Thomas Anderson, 2002), Reign Over Me (Mike Binder, 2007), Funny People (Jud Apatow, 2009) o incluso sus obras más cercanas como Click (Frank Coraci, 2006) o 50 First Dates (Segal, 2004). A eso le sumamos sus clásicos Happy Gillmore (Dugan, 1996) y Billy Madison (Tamra Davis, 1995) y creo que ya quedó claro, ¿no?
Sin embargo, tristemente, Sandler ha decaído a una velocidad estrepitosa en estos últimos años de su carrera. Opta por papeles estúpidos, guiones pobres y películas vacías y auto condescendientes, sin ningún tipo de mirada. Y esa anarquía no se trata de una libertad inescrupulosamente genial, como la de un Ben Stiller o un Adam McKay (maestros totales de la nueva comedia americana), sino de un simple descarrilamiento hacia un sinfín de pavadas que no hacen más que minar de argumentos en contra a aquellos que queremos defender una filmografía muy añorada y particular como la de Sandler.
Y en ese contexto arriba a las salas Son como niños 2, secuela de la ya soporífera primera parte que reunía a todos los compinches de carrera de Sandler con la excusa de hacer una película para reírse entre ellos frente a cámara. Si aquella historia carecía totalmente de una buena narrativa por ser trabajada sin más intención que la de la mera auto-referencia o el lucimiento de los protagonistas (entre los que están Chris Rock, Kevin James, David Spade y Steve Buscemi), ésta sencillamente se desbarata en una interminable sucesión de gags malogrados, situaciones inconexas y hasta mal gusto.
A pesar de lo mala que era, en la primera parte al menos teníamos una historia para presenciar, un hilo narrativo para seguir y hasta si se quiere un motivo sensiblero típico en las películas de Sandler (sí, son suyas; Dugan es sólo una marioneta): un grupo de amigos que se reúnen tras el fallecimiento de su entrenador de la infancia para pasar el fin de semana juntos recordando viejos tiempos.
En esta continuación, en cambio, tenemos a la familia del adinerado Lenny Feder habiéndose mudado a su pueblo natal, donde allí supuestamente tenemos que sentirnos inmersos en el día a día tradicional de cada habitante. El resultado deriva en un chiste peor el que otro, escenas sumamente patéticas y una catarata interminable de idioteces que cualquier montajista en su sano juicio cortaría en la isla de edición. Y todo eso con un público estadounidense colmando las salas (entre las dos partes llevan recaudados ¡casi 300 millones de dólares!), quién sabe por qué motivo, y blindando al comediante y todo su equipo de una impunidad irritable y triste. Triste, insisto, por su entrañable filmografía.
Preste atención, lector. Como todo lo que viene produciendo Sandler desde hace 5 años, lo mejor que puede hacer al ver el póster de una de sus películas en cartelera es alejarse, o quizás hasta correr. Que no viene mal un poco de ejercicio tampoco.