De Cassavetes a los Campanelli
Pocos son los actores cómicos que adquieren reconocimiento inmediato, ya sea para celebrarlos o para denostarlos. En esta dirección de excepciones, la particular carrera cinematográfica de Adam Sandler suele demandar un plus adicional de indagaciones y reflexiones sobre el oficio del intérprete y su personaje.
Ojo, no porque se trate de un actor extraordinario o porque se lo considere un payaso inflado (verán que estoy planteando las evaluaciones más polarizadas) y el resto de las gamas de grises no merezcan atención, sino porque en su obra como actor-guionista-productor se suceden elementos reflexivos que no suelen observarse en el resto de la comedia industrial. Es por eso que enfrentar un film de la “factoría Sandler” siempre resulte una tarea imprevisible, ya que, justamente, nos podemos encontrar con películas más o menos logradas, pero con un pleno conocimiento del lugar en el mundo desde donde se mira.
Sin ánimo de hacer una historia de la obra del actor-productor, resulta notable evidenciar dos grandes universos en la carrera actoral consolidada de Sandler (es decir, de 1995 para acá): uno salvaje, perteneciente a los hombres-niños, que todavía no han aceptado crecer (Billy Madison, Happy Gilmore, Ocho noches de locura, Un papa genial, por ejemplo), el otro, el de los adultos melancólicos, introvertidos, humillados de algún modo, que añoran un tiempo pasado y mejor (Click, Locos de ira y fuera de su propia productora, Hazme reir). En el medio las excepciones a la regla, que buscan alejarse del physique du rol “sandleriano” y que lo acercan más al eclecticismo anárquico de sus personajes en Saturday Night Live (Little Nicky, No te metas con Zohan, The Waterboy) o que muestran un Sandler más humanista (Como si fuera la primera vez, La mejor de mis bodas), menos egocéntrico, saliéndose de la estrella cómica para entregarse a la comedia, democratizando la participación con sus compañeros. Estas últimas son, justamente, aquellas que “hacen ruido” en concepto de “obra” y de “autor” y quizás las que resulten extrañas a paladar negro de los seguidores incondicionales.
Lamentablemente, Son como niños, que permitía preveer en su primer media hora -y durante buena parte de su trayecto- algo inclasificable, una suerte de versión bufa de Maridos, de John Casavettes, desbarranca en un tono solemne, forzado e innecesario, como si el mismo Sandler necesitara volver a las bases, a eso que el público reconoce y busca en sus películas masivamente… pero ¿Qué entrega Son como niños? Básicamente, una síntesis reflexiva de varios ejes de la obra de Sandler como personaje, pero sin anestesia ni solución de continuidad.
El resultado es algo así como una celebración narcisista de los tópicos de la factoría (actúan en la película casi todos los amigos de la casa, recurrentes en muchos de sus otros films) bajo una premisa que reúne elementos, como si Sandler tuviera plena conciencia del callejón sin salida al que lo lleva la maduración cronológica de su personaje de ficción (el personaje Sandler como una invención que trasciende la pantalla y nos afecta por medio de una extraña empatía), pero como si no le importara mucho el resultado.
Seré breve: cinco amigos de la infancia y adolescencia se reencuentran a partir de la muerte de su antiguo y querido entrenador de básquet. El encuentro se produce en el funeral y se extiende durante un fin de semana en una casa de campo… sólo que incluye mujeres e hijos de cada uno de los integrantes del grupo de amigos.
Con semejante premisa, la película oscila durante un primer tercio entre la melancolía y el chiste socarrón entre grandulones, en donde brilla mucho más el grupo de amigos que Sandler mismo. Esto genera un extraño placer propio de una reunión cordial, amigable, de camaradería, pero, naturalmente, atravesada por eructos, flatulencias y otras marcas de la Nueva Comedia Americana. Ahí donde la película parecía transitar por un camino ausente de conflictos, por el mero disfrute hawksiano de la celebración grupal, de la comida, de las mujeres y hasta de las familias disfuncionales, se cambia la velocidad radicalmente y todo desencadena en algo insólito: una sumatoria de subconflictos familiares (padres que descuidan a sus niños pero aprenden la lección), clasistas (peleas de clase entre aquellos que lograron “salir del pueblo” y triunfar económicamente contra los frustrados pueblerinos…todo otro tema pobremente incluido) y etarios (niños que no juegan al aire libre y se la pasan jugando playsatation y con sus celulares vs. padres que no comprenden el cambio de los tiempos), por no decir feministas (las mujeres independientes son mal vistas mientras que aquellas que se entregan a sus parejas apenas tienen algunas luces) se hace presente o al menos emerge, explota.
Extrañamente, la película, que permitía vislumbrar una idea de familia, convivencia y amistad acorde a los ejemplos más interesantes y disfuncionales de la NCA termina en una suerte de oda convencional no muy lejana a los Campanelli o los Benvenuto. Así de brusco es el cambio, así de innecesario el quiebre de tono que hasta los personajes hacen giros imposibles sin que logremos entender el por qué. El acabado termina siendo frankensteiniano, un híbrido conformista que es puro presente congelado: no hay a dónde ir, no hay cómo escapar de sí más que por medio de la repetición ad infinitum (Mike Myers sabe algo de esto)…en ese gesto desesperado y narcisista, Sandler parece estar cada día más cerca del George Simmons que personificaba en Hazme Reír (Judd Appatow, 2009), es decir, inmerso en la reflexión sobre el triste oficio de hacer reír con la propia cara como máscara.