Lo trash (y como lograrlo)
Este tipo Caruso es simpático. O deberíamos hablar de la simpatía de sus películas, en realidad. Es, a su modo, una suerte de hijo menos talentoso de un Larry Cohen, el histórico rey de la clase B. La cuestión es que, dentro de una filmografía limitada a unas pocas películas, este hombre va formando de a poco un camino reconocible: sus películas (al menos con Paranoia y Control total) tienen una marca, un estilo que las hace únicas, como si en producciones adocenadas el director hubiera encontrado un tono especial.
¿De qué forma? Partiendo de lugares comunes hiper previsibles (un vecino asesino descubierto por un tercero a quien nadie cree, un joven que ve conspiraciones paranoicas gubernamentales muy complejas y casi imposibles, un extraño que debe adaptarse al contexto de tierra extraña), reuniendo todos los estereotipos posibles en torno a esos universos remanidos, dejándolos actuar durante un tercio de película y luego poniendo cuarta a fondo, sacando el freno de mano y dejando que la película entre en un espiral delirante, haciendo estallar todo verosímil posible por los aires.
Aquí, en Soy el número cuatro. la propuesta no es distinta a los casos mencionados. Pero da la sensación de que todo el plan se hubiera maquinado deliberadamente para llegar a ese delirio final. Esa sensación hace que el primer visionado se la película sea agradable y sorprendente (sospechando que la película se fue al demonio), pero ante una segunda visión pueden percibirse los giros de timón. Pero… ¿acaso eso la hace menos divertida? Para nada, quizás demasiado conciente, pero sin evidenciarlo hasta bien avanzado el metraje, el gustito del film de Caruso es el de la sensación de lo trash que se paladea en la boca.
La sensación de fiesta entre amigos (que recuerda al tono lúdico y burlón de esa gran película despreciada que fue Aulas peligrosas, de Robert Rodriguez) permite disfrutar de la suspensión de la incredulidad más grande que un espectador pudiera pedir. Anoten: extraterrestre que escapa de perseguidores (por ahí ronda un tono sentencioso y cursi a lo Smallville, la serie de TV sobre el joven Superman) + cacería implacable a lo Terminator por parte de alienígenas de 3 metros de altura + película de adolescentes hormonales y sensibles que se enamoran y encuentran su lugar en el mundo (una suerte de tono Dawson's Creek pero con Kriptonita) + festival de one liners (el mejor, sin lugar a dudas, el de la bebida energizante, frase del año hasta ahora) + monstruos de CGI sacados del diseño del imaginario de las primeras Harry Potter. El resultado es una delicia que tiene menos de placer culpable que de placer irresponsable.
La película tiene unos veinte minutos finales hilarantes, que redondean el tono fresco e imposible de un cine que ya no se hace, que es desvergonzado, que juega a ser malo pero no es más que una arquitectura trash de insólita simpatía. Son esas cosas que suceden los jueves en que nadie quiere estrenar, cuando todos están pendientes de los Oscar. Pero la "basura", ni falta hace aclararlo, también es cine.