Un bodrio arácnido
El aparato hollywoodense desde siempre generó obras en serie que obedecieron a criterios uniformizadores tendientes a la liviandad bobalicona lava cerebros en clave yanqui, léase carente de toda ideología contestataria y vinculada a un conservadurismo chauvinista y militarizado de lo más patético, sin embargo lo que realmente termina cansando de los productos cinematográficos de Marvel no es tanto su carácter intercambiable a raíz de un mimetismo llevado al extremo del absurdo, sino la total pereza creativa de eslabón en eslabón, su sustrato ridículamente pueril, los chistecitos para oligofrénicos que meten cada cinco segundos y el notable descenso en el acabado formal de la saga de los superhuecos, percibido tanto a nivel de la falta de ideas en materia de los relatos en sí como en lo que atañe a los mismos CGIs, los que deberían sostener el film, cada día más y más mediocres.
De hecho el nivel cualitativo es tristísimo, sigue en estado terminal aunque como la taquilla continúa respaldando a este cine chatarra las ruedas no dejan de girar. El último “coso” de esta ristra de mamotretos sin fin, Spider-Man: Lejos de Casa (Spider-Man: Far from Home, 2019), tranquilamente puede ser empardado con cualquiera de las secuelas de Locademia de Policía (Police Academy), las cuales por lo menos de vez en cuando metían algún chiste verde o algún latiguillo mínimamente para adultos. Basta con pensar que estamos ante la octava película de El Hombre Araña en poco más de tres lustros, una saturación que nos permite recordar las tres flojas obras de Sam Raimi, el díptico mucho más interesante de Marc Webb, la paupérrima entrega del 2017 y la animada Spider-Man: Un Nuevo Universo (Spider-Man: Into the Spider-Verse, 2018), definitivamente mejor que el presente trabajo.
Aquí tenemos todos los indicios de que el equipo detrás de cámaras ya no sabe qué hacer con el personaje de Stan Lee y Steve Ditko: ahora el protagonista, Peter Parker/ Spider-Man (Tom Holland), viaja en una excursión turística a Europa organizada por su colegio (el cambio de coyuntura narrativa señala el enorme cansancio con respecto a la Nueva York de siempre), aparece un personaje que se asoma como “enigmático” pero rápidamente se deduce que es el nuevo contrincante, hoy un farsante (el Quentin Beck/ Mysterio de Jake Gyllenhaal está bastante mal explotado y no se ubica para nada a la altura de lo que puede ofrecer el intérprete) y hasta los insoportables devaneos románticos caen en saco roto (esa M.J. de Zendaya Coleman, el interés amoroso de turno con look negro/ latino, es otro estereotipo con patas seleccionada por raza según corrección política, a la que por supuesto se suman en el elenco hindúes, asiáticos, árabes y hasta algún que otro negro más oscuro).
La torpeza y la desgana de la franquicia comandada por el productor Kevin Feige -nos referimos a todos estos bodrios de superhéroes- no sólo despersonalizan a cada uno de los protagonistas a fuerza de guiones idénticos, sino que los mismos productos se autosabotean mediante desarrollos tan repetitivos y maniqueos que lo que podría ser seres humanos en trajes de látex y armaduras se transforma en caricaturas que no generan gracia ni empatía, y lo que podría ser villanos conflictuados/ amenazantes/ crueles se convierte en excusas retóricas que jamás convencen porque carecen de brío. El director Jon Watts, otrora alguien talentoso como lo demostrase en aquellas dos dignas clase B, El Payaso del Mal (Clown, 2014) y Cop Car (2015), mutó en otro esclavo de la maquinaría más boba del mainstream reciente, todo al servicio de un entretenimiento que brilla por su ausencia y que se difumina al ritmo de explosiones en una Europa banal modelo Hollywood, lista para ser demolida…