Pedagogía del suburbio.
Al ver una película como St. Vincent (2014), uno redescubre hasta qué punto es necesario el equilibrio de los distintos componentes y/ o responsables del film para revitalizar una premisa tan querida por el público como bastardeada por un sinfín de engendros vulgares. El esquema centrado en los viejos gruñones y malhablados ha sido aplicado en muchísimas propuestas a lo largo de la historia del cine, no obstante muy pocas de ellas han llegado al nivel de la presente: bien lejos de la idiotez de la nueva comedia americana de los últimos años (mote utilizado por gente que desconoce que “nueva comedia americana” hubo en todas las décadas), hoy estamos frente a un verdadero prodigio de la misantropía cotidiana.
El Vincent del título está interpretado por Bill Murray, un señor al que el rótulo “actor” ya no puede hacerle justicia. Esta especie de bestia sagrada del séptimo arte encarna a la perfección a un veterano de Vietnam cuya vida gira en torno al alcohol, las apuestas en el hipódromo, tener sexo con Daka (Naomi Watts), una prostituta rusa, y despedazar verbalmente a cualquier ser humano que se cruce en su camino. Como corresponde con este tipo de convites, el protagonista sacará a relucir su corazón, ese que oculta debajo del blindaje del odio, cuando surja la oportunidad de ganar algunos dólares cuidando a Oliver (Jaeden Lieberher), el hijo pequeño de Maggie (Melissa McCarthy), su flamante vecina.
Llama la atención la soltura y paciencia con las que el director Theodore Melfi administra el desarrollo de personajes en su debut mainstream, luego de una amplia experiencia como cortometrajista y productor: en esencia su receta es sumamente noble y consiste en una pizca de cine contracultural, unos chispazos de comedia indie noventosa, elementos varios de las “feel good movies” más ácidas y una buena dosis de los dramas familiares de la década de los 80, un combo a su vez unificado gracias a la lógica de la conciliación y bajo el tamiz entre autodestructivo y audaz de obras furiosas en la línea de Gran Torino (2008), Un Santa no tan Santo (Bad Santa, 2003) y Mejor Imposible (As Good as It Gets, 1997).
Obviando toda banalización del contexto degradado/ degradante en el que habita Vincent, el opus de Melfi analiza desde una perspectiva adulta la desazón que genera la acumulación de penurias a lo largo del tiempo vía el clásico leitmotiv de la complementación simbólica entre el niño y el anciano (el primero recibe una suerte de pedagogía del suburbio y el segundo recupera su dignidad individual al verse obligado a prescindir en parte de su hedonismo). Más allá del excelente desempeño del elenco y un guión rebosante de frases memorables, sin dudas el mayor acierto de la película pasa por su armonía estructural, orientada a la reformulación sutil del rol paterno sin necesidad de recurrir a golpes bajos.
De hecho, la realización se las arregla para esquivar la vacuidad, el desinterés narrativo y las irreverencias de cotillón tanto de los márgenes independientes como del Hollywood contemporáneo, volcándose en cambio hacia una nivelación dramática que estudia cada una de las frustraciones del momento con ojos profundamente humanistas y siempre en pos de la comprensión mutua. Como si dar nueva vida a fórmulas marchitas no fuese de por sí mérito suficiente, el cineasta edifica un retrato encantador e hilarante de los límites de nuestro ensimismamiento: nada más ejemplar que ver a Vincent regando la tierra estéril de su jardín mientras escucha totalmente embelesado Shelter from the Storm de Bob Dylan…