J.J. Abrams cerraba los últimos segundos de El despertar de la fuerza (2015) con una escena en la que la joven Rey llegaba a la cima de una montaña secreta, donde residía Luke Skywalker, para entregarle a este su legendario sable láser. El plano final de la película era el brazo estirado de esta, esperando que Luke aceptara la oferta. Rian Johnson abre Los últimos Jedi (2017) retomando ese momento, y rematándolo con un chiste: Luke finalmente toma el sable y lo revolea al mar sobre sus hombros sin mirar, desactivando la épica que antecedía a ese instante. Dos años después, superada la mitad de El ascenso de Skywalker, Rey lanza furiosa y desilusionada el sable al fuego, del que aparece un fantasmagórico Luke para evitar el desplante y aleccionarla: “un arma jedi merece un poco más de respeto”, le dice. Es tentador pensar que se trata del mismísimo Abrams desacreditando el arrojo de Johnson de anular su épica para rematar una broma, poniendo las cosas en su lugar. Quizás haya algo de eso. Porque ahí donde Johnson probaba nuevos caminos y conceptos –lo que hacía de su película un objeto desparejo pero auténtico en su riesgo–, sin apoyarse demasiado en el terreno nostálgico del universo Star Wars, Abrams en la nueva y última entrega de la saga endereza el timón hacia aquello que tan bien le funcionó en la remake solapada del film de George Lucas de 1977: volver a ahondar en la mística, en la iconografía, en la identificación del fan, revisitar ese lugar emocional que el espectador guarda para siempre y que espera una caricia ante cada nueva entrega.
Hay que entender que lo que Abrams tiene entre manos es muy grande: el final de todo; el final de tres trilogías. No era una tarea fácil. Y da la sensación de que el director plantó mojones a los que había que llegar para cerrar ideas y contentar a todos, pero que en la práctica el relato se vuelve difuso, apresurado como para poder desarrollar sus conceptos, los nuevos personajes y terminar de delinear los ya conocidos. En esa reorganización de elementos aparece el viejo emperador Palpatine, que por alguna razón está vivo, y tiene algún tipo de relación con la Primera Orden, una correspondencia que no se entiende del todo pero ahí está. Lo interesante de su aparición es que el fan puede dejar descansar la mueca fastidiosa ante la debilidad de Kylo Ren y sus debates de identidad: ahora hay un malo de verdad, al que hubo que recurrir porque el villano nuevo era una especie de emo inseguro (hay que decir que Rian Johnson le dio un peso mayor al costado oscuro de este y casi que consiguió convencernos de su maldad) que lucha con sus fantasmas internos. De todas maneras, Kylo Ren termina siendo el personaje más complejo e interesante de la trilogía (su relación con Rey expone una química en pantalla que es lo mejor de la película), que quizás necesitaba un poco más de desarrollo.
Entonces hay que derrotar a Palpatine. Para eso hay que encontrarlo. Para eso hay que hallar una especie de pirámide brújula que los guiará hasta él. Para eso hay que recuperar una nave que está en algún planeta. Para llegar a ese planeta hay que… Y así. Los personajes deben emprender un recorrido por distintos planetas, salir airosos de batallas y problemas mientras dejan en el camino voluntades del guion (sin spoilear: deshacer cuestiones que se exhiben como terminantes es trampa, J.J.) Pero también hay que saber quiénes son los padres de Rey y qué pasó con ellos para descubrir el origen y la verdadera identidad de la nueva Jedi. Demasiados ítems, misma responsabilidad.
Es en su último tercio donde El ascenso de Skywalker se propone resolver todas sus demandas y echa mano de todos sus recursos para intentar estar a la altura del mito. Revelaciones, reapariciones, conversiones, autorreferencias (hay planos que reproducen fotogramas que el fan atesora) y una épica estimulada a todo volumen por la música de John Williams, utilizada a repeticiones de los leitmotivs más gancheros, terminan por instalar la sensación de ser testigos de un momento importante de la historia del cine (de hecho lo es: ¡es el final de Star Wars! Al menos hasta que Disney necesite espabilar la marca). Quizás sea así, o quizás sea el efecto shock de esa media hora en la que Abrams nos tira con todo lo que sabe que va a funcionar. En esa confusión entre el corazón contento y el cerebro desconfiado estará el destino de El ascenso de Skywalker. Veremos qué hará la distancia en el tiempo con todo esto.