La ambigüedad de la idiosincrasia bélica.
Una vez más J.J. Abrams demuestra su enorme sensatez como realizador y redondea la mejor película posible de la saga intergaláctica más famosa, dentro de las limitaciones que impone el Hollywood higiénico contemporáneo. En Star Wars: El Despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force Awakens, 2015) el neoyorquino lleva a cabo una triple lectura del universo en cuestión, que a su vez se traslada de manera prístina al espectador: tenemos la reinterpretación clasicista (una remisión a la estructura narrativa de la trilogía original de las décadas del 70 y 80), la ideológica (el conflicto entre absolutismo y democracia sigue vigente, ahora bajo la apariencia de una suerte de guerra civil entre la Primera Orden y la Resistencia, ésta última amparada por la República) y finalmente la nostálgica (hoy sin dudas resulta fundamental la inclusión de personajes archiconocidos y referencias sutiles).
Todo en la propuesta funciona como un espejo -al mismo tiempo respetuoso y vitalizante- de lo que fuera el origen de una franquicia multimillonaria, propiedad por estos días de The Walt Disney Company desde la adquisición en 2012 de Lucasfilm: haciendo propio el catalizador de La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), centrado en un androide que guarda un secreto muy importante para el destino de la contienda, la trama construye una dialéctica basada en los genocidios, los detalles melodramáticos y un nuevo trío principal compuesto por la chatarrera Rey (Daisy Ridley), el stormtrooper renegado Finn (John Boyega) y el piloto Poe Dameron (Oscar Isaac); “reemplazos” de Luke Skywalker (Mark Hamill), la Princesa Leia (Carrie Fisher) y Han Solo (Harrison Ford), respectivamente. La vehemencia y la rigurosidad del fanático son sinónimos de un éxito de corazón vertiginoso.
La estrategia del director es extremadamente sencilla y apunta a dos líneas de acción, así en primera instancia se decide a corregir los desniveles de la progresión general de las precuelas (aquí enfatiza el desarrollo de personajes y la dimensión humana de la historia) y en segundo lugar deja de lado la fastuosidad de la humillación política de antaño (ahora descubrimos que desapareció por completo aquella preocupación por edificar un retrato meticuloso acerca de la génesis de una dictadura). Sin embargo, es en el apartado visual y la escenificación donde encontramos la mayor cantidad de cambios: en vez de la prolijidad estéril de los CGI y un entorno metropolitano sobrecargado, en esta ocasión predomina un equilibrio entre los “practical effects” y las criaturas/ naves/ explosiones animadas, lo que deriva en un regreso a los desiertos y los bosques, el asilo de la heroicidad de los apóstatas.
Como no podía ser de otra forma tratándose de un entramado melancólico de esta índole, el relato invoca géneros como el western, el cine bélico y las aventuras, apoyándose en los pilares conceptuales que ofrecen los protagonistas, léase el desamparo de Rey, la disidencia pragmática de Finn y la osadía de Dameron. Más allá de la excelente intervención de Ford, en Star Wars: El Despertar de la Fuerza se destaca el desempeño de Boyega, a quien ya pudimos ver en la genial Ataque Extraterrestre (Attack the Block, 2011), debido a que su derrotero pone en primer plano la conciencia que ha ganado la saga en lo que respecta a la ambigüedad de la idiosincrasia castrense y su “complejo de culpa”. Abrams recupera el viejo arte de metamorfosear los errores y contradicciones de los personajes en un imán para la empatía, el humor afable, los arrebatos más entusiastas y ese naturalismo a nivel macro.
Desde ya que la película no puede escapar del todo de determinados vicios de la industria cultural de nuestros días (mientras que algunos seres se hubiesen beneficiado con simples prótesis faciales, Ridley por su parte cumple con dignidad aunque por momentos bordea los clichés de los profetas del páramo) y la experiencia en su conjunto no resiste un análisis en profundidad en el campo de las novedades concretas (el desenlace toma elementos de las tres obras originales y deja muy poco margen para la sorpresa). No obstante, el film cuenta con la inteligencia suficiente para compensar con creces estos déficits que pueden ser atribuidos al conservadurismo actual del séptimo arte, logrando apabullar en lo referente al ritmo narrativo y la carnadura de nuestros adalides -sin caer en la literalidad durante gran parte del metraje- y enarbolando el furor más ingenuo de un pasado que sigue presente…