El sistema funciona
“Por favor, nunca pares de filmar” le cantaba hace años Billy Crystal a Clint Eastwood, en una ceremonia de los Óscar. Pero la súplica podría haber provenido de cualquier cinéfilo que se precie: no se trata solamente de que las películas de Eastwood sean un entretenimiento asegurado (mejor olvidarnos por un rato de El francotirador), que estén bien contadas, que estén construidas con fluidez, elegancia y una coherencia envidiables, sino que además están dotadas de una fuerza muy particular, que les otorga un vuelo cinematográfico único, lo que convierte la experiencia de su visionado en algo intenso y memorable.
El piloto Chelsey “Sully” Sullenberg se encuentra al mando de un vuelo de pasajeros de rutina, pero a poco de despegar, el jet se cruza con una bandada de gansos canadienses que avería ambos motores. Evaluando rápidamente las posibilidades de descenso y la distancia a la que se encuentran las pistas de aterrizaje, el piloto decide, a pesar de los inmensos riesgos que ello supone, realizar un amerizaje sobre las aguas heladas del río Hudson. La arriesgada maniobra es un éxito, y más allá de algún herido puntual, todos los pasajeros son rescatados.
Pero lo interesante de la película y el eje del conflicto queda planteado cuando comienza una investigación llevada adelante por la NTSB (Junta Nacional de Seguridad del Transporte), que pone en duda la decisión del piloto. Según datos recabados mediante el cálculo con algoritmos y la recreación del vuelo en simuladores, se señala la posibilidad de haber vuelto a cualquiera de las dos pistas de aterrizaje cercanas. Para colmo, se plantea que uno de los motores del avión aún funcionaba, en ralenti. Quizá el piloto, al tomar la decisión de amerizar, puso en riesgo a 155 personas cuando pudo haberlos llevado de vuelta tranquilamente a cualquiera de los aeropuertos cercanos. Al salir estos datos a la luz, Sully comienza a dudar de sí mismo y de la decisión que tomó a último momento y bajo extrema presión: quizá podría haber evitado una experiencia traumática a tanta gente (y los costos del avión perdido) de no haber tomado una medida tan drástica.
Una historia que otro director hubiera descartado, quizá por considerarla irrelevante o poco fructífera a nivel cinematográfico, es explotada con inigualable maestría por Eastwood, con la ayuda determinante del guionista Todd Komarnicki y el montajista Blu Murray. Los momentos cruciales del incidente son recreados tres veces en la película –siempre desde una perspectiva diferente– sin que estas escenas suenen repetitivas o pierdan un ápice de intensidad. Asimismo la tensión y la incomodidad de las sospechas que recaen sobre el piloto proveen al planteo de un sostenido y poderoso peso dramático.
El problema, quizá, sea algo tan íntimo como la ideología conservadora del director. Como es sabido, Eastwood es de las figuras públicas más reconocibles entre filas del partido republicano, lo que explica que haya elegido una historia real de este porte (el que no haya visto la película quizá debería dejar de leer por aquí). El desenlace no podría ser más tranquilizador, ya que se ocupa de dejar en claro que la decisión de Sully fue correcta, que se trata de una figura intachablemente heroica y, sobre todo, que el sistema que lo rodea, perfectamente dinámico, presto a la colaboración, muy ajeno a obedecer a intereses personales y corporativos y dispuesto a reconocer los errores propios, acaba funcionando a la perfección y reconociendo la grandeza del piloto. Pero lejos de todo esto, el mejor cine nunca es tranquilizador: es aquel que deja sombras de duda, que implanta en el espectador el germen de la incomodidad y lo deja allí depositado, es aquel que se preocupa en exhibir las fisuras de la gran maquinaria y las injusticias que ella esconde, sin apelar a fórmulas mágicas que las diluyan o las hagan desaparecer.