Cazadores del tiempo perdido
Hay pocos directores a los que el público les permite ser autorreferenciales en virtud de una obra extensa e influyente. Uno de ellos es el odiado, amado, en todo caso controvertido Steven Spielberg. Aún cuando se discuta la naturaleza de su obra desde muchos puntos de vista y con multitud de argumentos válidos, no se puede poner en duda su virtuosismo como director, su cinefilia inacabable o su habilidad para contar historias: en suma, lo que lo diferencia de sus innumerables imitadores.
Spielberg es un gran storyteller. Una cualidad que corrió peligro durante las décadas del ’80 y del ’90, a instancias del distanciamiento del tipo de películas con las que cimentara su nombre y su éxito: aquellas ligadas a la variante histórica de la ciencia-ficción más popular —la de los inicios pulp en literatura, la de los clásicos serie B en cine y televisión de su era dorada en los años ’40 y ’50—, es decir, a las que homenajea constantemente Super 8, incluso con alusiones directas a los tiempos emblemáticos de la Guerra Fría. Así, su filmografía se divide en dos aguas claramente diferentes a partir de El color púrpura (1985), el entretenimiento sofisticado y los filmes más pretenciosos, no sólo por su temática sino por su factura, en pos de un reconocimiento más amplio que el de la taquilla. Como es evidente, el nostálgico blockbuster de J.J. Abrams (1966, New York, EEUU) remite únicamente a las primeras.
Lo que puede resultar sorprendente en Super 8 es la mixtura de dos figuras cinematográficas importantes pero contrapuestas, casi antagónicas: la otra es George Romero. Por si hay alguna duda con respecto a qué tipo de zombies está mencionando Abrams, dos pequeños datos: el cortometraje que hace el grupo de chicos protagonistas tiene como villano al dueño de una compañía llamada Romero Chemicals. Además, durante los títulos finales, en los que puede verse el breve rollo completo, hay una escena que remite sin ambages a la secuencia inicial de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968), en la que los protagonistas descubren, en un peatón casual y un poco torpe, al primer zombi moderno.
Las películas de Romero —hechas sin dinero, al margen de la industria tanto a nivel material como simbólico, con sus góticos muertos en pena y sus situaciones de violencia extrema— difícilmente puedan relacionarse con el cine de Spielberg —inventor del blockbuster hollywoodense, iniciado en la televisión, con la posibilidad de trabajar con guionistas de gran categoría como Richard Matheson ¡en su opera prima!—, a menos que esa conexión fantástica sea interpretada como un deseo imaginario del propio Abrams, acaso la voluntad de anudar dos de sus influencias favoritas.
Pero si esta ocurrencia un poco descabellada rinde algún fruto es en los territorios de la naturaleza del monstruo, uno de los mayores aciertos de Super 8: éste se constituye en una presencia ambigua, ya que no es ni completamente malo como en La guerra de los mundos (2005), ni del todo bueno como en E.T. (1982). Después de todo, Super 8 es una monster movie sofisticada, como una especie de Godzilla versión USA, con la particularidad de su nostalgia por los clásicos spielbergianos de los ’80. Por eso, sus numerosas tramas secundarias (como la complicación de la enemistad entre las familias de los chicos, o la amenaza de un villano que a fin de cuentas no pesa lo suficientemente en el desenlace) no rinden frutos.
Lo mejor está en los primeros y en los últimos minutos. En el comienzo, todo lo que es la revelación de la bestia, llevada con buen suspenso y recursos clásicos (encuadres ocultos por medio de mecanismos ingeniosos, como carteles movedizos) y, en paralelo, la relación entre un chico y una chica que hace que dejen de ser tan inocentes. Y, hacia el final, ya con el peligro revelado, un enlace entre la historia del monstruo y la del niño que, por medio de una notable idea visual, nos revela que Super 8 es, también, un cuento de iniciación.