Sobre plomería y plataformas
Cuando se habla de Mario, el personaje creado por Shigeru Miyamoto y la mascota de la gigantesca compañía japonesa de videojuegos Nintendo, casi siempre se hace referencia a su encarnación más recordada y sin dudas revolucionaria, Super Mario Bros. (1985), mega clásico de los videojuegos de plataformas y uno de los productos más vendidos y populares de la historia del rubro en cuestión que suele opacar a las tres versiones anteriores de este eterno saltarín, léase Donkey Kong (1981), donde se enfrentaba al enorme gorila del título, Donkey Kong Jr. (1982), rareza en la que mutó en villano porque era el vástago de nuestro simio favorito quien protagonizaba la faena, y Mario Bros. (1983), ahora de nuevo como héroe y acompañado precisamente por su hermano menor Luigi. La enorme popularidad del a todas luces humilde Super Mario Bros., recordado incluso en el rimbombante Siglo XXI, tiene que ver con el perfeccionamiento progresivo de la jugabilidad del esquema de base, para mediados de los 80 ya completamente pulido y sostenido en una historia muy simple en la que Mario y Luigi debían rescatar a la Princesa Peach, jerarca del Reino Champiñón, de las garras del archivillano Bowser, el Rey de los Koopas, unas tortugas antropomórficas.
Ya desde aquella época Nintendo pretendía probar suerte en el séptimo arte y encargó una adaptación de su franquicia más conocida en formato anime, así nació la muy mediocre y casi completamente desconocida en Occidente Super Mario Brothers: Gran Misión para Rescatar a la Princesa Peach (Sûpâ Mario Burazâzu: Pîchi-hime Kyushutsu dai Sakusen!, 1986), film de apenas una hora de Masami Hata que pasó por salas tradicionales, en su momento se editó únicamente en VHS y Betamax, cayó en un limbo durante décadas y en el 2022 fue restaurado por un grupito de fans devotos, Kineko. Como aparentemente la versión nipona en dibujos animados no se consideró digna de distribución a gran escala por fuera de Asia y algunas naciones concretas, Nintendo a continuación optó por un enfoque radicalmente opuesto en ocasión de lo que eventualmente se transformaría en Super Mario Bros. (1993), desastre mayúsculo de la por entonces pareja de Rocky Morton y Annabel Jankel, un dúo especializado en videoclips que venía de encarar las muchos mejores Max Headroom (1985) y Muerto al Llegar (D.O.A., 1988) y que se decidió por una traslación en live action con toda la pirotecnia hollywoodense detrás, generando un bodrio incoherente.
Después del enorme éxito de faenas de posicionamiento de marca nada sutil como La Gran Aventura Lego (The Lego Movie, 2014), de Phil Lord y Christopher Miller, y Lego Batman: La Película (The Lego Batman Movie, 2017), de Chris McKay, movida que a su vez derivó en los fiascos de Lego Ninjago: La Película (The Lego Ninjago Movie, 2017), de Charlie Bean, Paul Fisher y Bob Logan, y esa horrible La Gran Aventura Lego 2 (The Lego Movie 2: The Second Part, 2019), de Mike Mitchell, no es de extrañar que se haya contratado a uno de los guionistas de esta última, Matthew Fogel, para escribir una nueva adaptación de Mario aunque ya bajo el amparo de Illumination, estudio de animación conocido por la saga que empezó con Mi Villano Favorito (Despicable Me, 2010), de Pierre Coffin y Chris Renaud, y una compañía para la que anteriormente trabajaron Fogel y los dos franceses que estuvieron a cargo de la realización general en París, Pierre Leduc y Fabien Polack, por más que en los créditos fuesen relegados a “codirectores” ya que los que acaparan el rótulo de realizadores oficiales son los yanquis Aaron Horvath y Michael Jelenic, un equipo cuyo principal producto previo es la paupérrima serie animada Teen Titans Go! (2013-2023).
Super Mario Bros.: La Película (The Super Mario Bros. Movie, 2023) es una especie de mixtura deslucida y redundante del amor por los arcades de Ralph, el Demoledor (Wreck-It Ralph, 2012), de Rich Moore, aquel diseño de producción hiper psicodélico de Lluvia de Hamburguesas (Cloudy with a Chance of Meatballs, 2009), de Lord y Miller, el humor bastante bobo y pretendidamente “adorable” de Minions (2015), de Coffin y Kyle Balda, y una historia muy poco imaginativa que sigue al pie de la letra la trama de los videojuegos, a mitad de camino entre la humanización concienzuda de Mi Villano Favorito y el cinismo en secuencia de todos los productos cinematográficos de Lego. El film no llega a ser malo o insoportable pero tampoco bueno debido a su carácter anodino, el flojísimo desempeño del lelo total de Seth Rogen en el rol de Donkey Kong y de Chris Pratt y Charlie Day como Mario y Luigi, nuestros plomeros italoamericanos trasplantados al Reino Champiñón, y por manotazos de ahogado baratos como citar a ese “Mad Max” Rockatansky de George Miller en una secuencia con hot rods o llenar la banda sonora con canciones de AC/DC, Beastie Boys, Bonnie Tyler o A-ha para apelar a la nostalgia circa postrimerías del Siglo XX, amén de intercambiar a la Princesa Peach por Luigi en materia de quien necesita ser rescatado, jugada de asquerosa corrección política que no suma nada al relato en sí, como decíamos antes uno completamente reemplazable con cualquier otra fábula de origen del mainstream contemporáneo en la que se opta por recuperar el modelo retórico de los cuentos de hadas de la autosuperación o la redención moral más simple, en pantalla vía Mario empezando su propio negocio y aprendiendo a moverse en las muchas plataformas del Reino Champiñón. Lo mejor de la propuesta por lejos se concentra en las intervenciones de Jack Black como Bowser, aquí ultra enamorado de la princesa y cantando canciones al piano en su honor, de Anya Taylor-Joy como la susodicha Peach, algo así como la “maestra” del protagonista o fuente del saber en lo que atañe a los diversos potenciadores, y de Keegan-Michael Key como el infaltable Toad, lacayo perpetuo de la soberana y gran personaje secundario desde siempre. Si el humor hubiese sido inteligente y la historia un poco más compleja estaríamos ante algo más que un trabajo lindo de tonos pasteles símil Pixar aunque demasiado vacío…