De paraísos eternos
Desde previas informaciones misteriosas y escenas suspendidas, la pantalla se tiñe de un blanco y negro desgastado y luminoso; un piano convoca melancolías de ensueño y un alma explora los confines del mundo para olvidar (o seguir encontrando) a su amor perdido: así empieza a suceder eso que no sospechábamos que es Tabú.
La película se articula en dos partes. Primero la sombra, El paraíso perdido- lo que fue y no fue, lo que ya no es. En un principio se nos presenta un mundo de consecuencias, de vejez y rutinas alteradas por viejas historias; un eco de situaciones latentes del pasado. Los últimos días de Aurora, una impredecible y casi delirante anciana adicta al juego; la silenciosa, rotunda compañía de Santa, la visión externa y crecientemente involucrada de Pilar.
La constante presencia del cocodrilo, la sombra de todos los relatos.
Contemplamos vidas constantes, vidas y situaciones comunes salpicadas con mínimas aventuras. Los personajes jóvenes aparecen pero escapan, deciden no involucrarse o simplemente se desencuentran. Asistimos a los desvaríos de Aurora a través de su vecina, nos identificamos como espectadores en Pilar, que es casi una cámara, un ojo infiltrado, una recepción necesaria para cualquier noción de historia, de anécdota, de película. Vemos, escuchamos, incluso imaginamos a través de ella. En su posición de testigo, una pasión enterrada por los años resurge y forma una historia que, en una especie de retroalimentación, crea o justifica el presente inicial (en el cual el personaje de Pilar existe).
Desde los últimos momentos de Aurora, comienza a crearse un nexo entre dos mundos, dos tiempos se mezclan en las deformaciones o posiciones de los personajes. Una agoniza viviendo sus mejores pasados mientras otras la acompañan y la contemplan desde lo inmediato. Así surge un nombre, un último deseo trágicamente destinado al desencuentro (un deseo eterno). A su muerte la sobrevive su recuerdo, que la esclarece y la hace renacer a través de las palabras de Mario. Pilar y Santa reciben este regalo, esta aventura y explosión de imaginaciones. Entramos entonces en los mundos de la memoria, en el Paraíso de Aurora (o de Mario).
La memoria se almacena en imágenes, y el recuerdo las articula en palabras. En la condición esencialmente visual del pasado más remoto, se alza el monte Tabú, y a sus pies se desencadena una historia de conflictivas pasiones triangulares. Vemos a una Aurora bella y joven, llena de vida, galardonada en la cacería, viviendo en una granja sumergida en Mozambique. Casada. Embarazada. Y sorprendida por una atracción incontrolable hacia Mario. Entre infidelidades, plenitudes, tensiones y muerte, el deseo se culmina y se condena. Ya no escuchamos los diálogos (sólo voces en off y ruidos ambientales), las bocas sólo se mueven porque las palabras exactas se perdieron, pero viven como un esqueleto fantasma en las acciones y reacciones. El relato de la historia no exige entonces las palabras originales, pero vive a través de la palabra (explícita o implícita). Se gesta así un lenguaje completo del recuerdo, opuesto al actual y diario de la primera parte.
Culmina una historia que da razón a la anterior, que parece pasada pero que es también una continuación. Así como el sol se oscurece y parece morir para luego reaparecer tenue y renovado, la historia de Aurora trasciende la muerte, porque no muere, porque se inmortaliza, ya sea en el recuerdo de una mente melancólica, en un relato, o en un cocodrilo.