La fórmula agotada
Sin duda dos de los problemas más extendidos de la industria cultural contemporánea -y de la sociedad de nuestros días en general, a decir verdad- son el cinismo y la mercantilización tragicómica, barata y automática de prácticamente cualquier cosa, conducta, ser, razón o circunstancia: corriendo parejo a la naturalización del engaño y el simulacro constante en el ámbito cotidiano (siempre con una sonrisa en la boca del mitómano fascistoide de turno), se mueve el lenguaje berreta de la publicidad y las nuevas técnicas de segmentación y lobotomización de los públicos actuales, desde ya orientadas a aprovechar que una pobreza y un desempleo cada vez más angustiantes dejan al pueblo en la más pura ignorancia y por consiguiente presto a ser adoctrinado con la mentalidad de la clase hegemónica, a la que hace propia de una manera por demás hilarante cual “lorito” que no comprende lo que dice.
La manifestación concreta de lo anterior en el campo del cine es la lógica de las remakes, secuelas y franquicias eternas, esas que -salvo contadas excepciones- ya no ofrecen ni riqueza ni un régimen de variedad porque su fuerte radica en brindarle al consumidor un producto idéntico al previo como si en vez de obras de arte estuviésemos hablando de detergente o una barra de jabón. Lo peor del asunto es que esta andanada de propuestas fotocopiadas lo que hace es tratar de reproducir un original cualitativamente lejano y en esencia anular todo lo que en su momento resultó novedoso para que el espectador se quede tranquilo de que verá exactamente lo mismo, tracción a un conservadurismo que se va olvidando de a poco del producto primigenio y nos acerca a una caricatura pueril y lavada en pos de más y más billetes vía una fórmula agotada, mediocre y sumamente bobalicona.
Tomemos de ejemplo el caso de la franquicia iniciada con Taxi (1998), una serie de films que se la suele vincular con esa otra saga pistera que empezó con Rápido y Furioso (The Fast and the Furious, 2001), paralelismo algo forzado porque los productos franceses son anteriores en el tiempo y debido a que están mucho más volcados a la comedia que sus homólogos yanquis: Luc Besson, el productor y guionista histórico de la franquicia, por lo general es garantía de dinamismo en el cine de acción sin embargo a nivel de Taxi, léase la remake norteamericana del 2004 y sus cuatro secuelas europeas de 2000, 2003, 2007 y 2018, jamás pudo recuperar la chispa light pero afable de la película original de la década del 90. En la quinta parte ni siquiera conserva a los personajes centrales de siempre, Daniel Morales (Samy Naceri) y Émilien Coutant-Kerbalec (Frédéric Diefenthal), y pretende reemplazarlos por un dúo que nunca termina de funcionar del todo, Eddy Maklouf (Malik Bentalha) y Sylvain Marot (Franck Gastambide, quien además coescribe y dirige el opus).
Por más que Eddy sea el sobrino de Daniel, Sylvain sea un supuesto “policía estrella” parisino que es trasladado de prepo a Marsella, la trama gire en torno a detener a una banda de ladrones italianos especializados en joyerías y hasta nos topemos con el regreso de Gibert (Bernard Farcy), ex comisario y hoy alcalde de la ciudad, lo cierto es que el esquema cómico perdió su fuerza y las persecuciones automovilísticas no pasan de ser una sombra de las de antaño, todo a su vez acorde con una decadencia escalonada que fue empeorando de eslabón en eslabón hasta llegar a este punto en donde el cansancio y la estupidez se mezclan con una ristra de chistes, situaciones y citas sin gracia. Aun así el producto atesora algún que otro momento en que logra maquillar el carácter remanido del planteo y despertar simpatía por el buen desempeño actoral de los “coloridos” secundarios, no obstante el film es tan perezoso que continuamente subraya no sólo la muerte de la saga sino también de la dialéctica automatizada y carente de todo brío del encadenamiento perpetuo de lo mismo…