Jafar Panahi creó un género a partir de una imposibilidad. El director iraní, a quien el gobierno de su país le prohibió hacer cine, volvió a burlar las trabas legales que intentaban cercenar su libre expresión. Y esta vez le salió mejor que nunca. Es que su película no sólo ganó el Oso de Oro en el Festival de Berlín, sino que además expuso al mundo los contrastes de Irán, todo lo que el gobierno guarda debajo de la alfombra. Con el método de combinar realidad con ficción y de jugar con el cine dentro del cine, Panahi cuenta una historia con un guión construido desde la cotidianidad. En el rol de taxista, que el mismo director asume, sus pasajeros serán la herramienta ideal para hablar de la inseguridad (que es clave tanto en el principio como en el cierre de la película), la pobreza, la venta ilegal de películas en DVD, las costumbres, los rituales y, claro, la rebeldía militante. En un encuentro con su sobrina, de unos 10 años, ella será la portavoz de las falencias del sistema educativo, al contar las restricciones que les impone su maestra para un trabajo práctico en el que deberá filmar la “Irán real”. Panahi parece disfrutar del hecho de ser conocido, algo que no oculta y resulta el punto más bajo de la película. Por lo demás, el filme, aunque suene a frase hecha, es un canto a la libertad.