Benjamín Harguindey (EscribiendoCine):
O vosotros los que entráis
En un mundo en el que nos sacudimos las malas películas como caspa al suelo, pocas son las ocasiones en las que nos cuestionamos el impacto duradero y negativo que tienen en nuestra vida. Tejen (2014) amerita tal introspección. ¿Hasta qué punto vale la pena sufrir una película que, por propia admisión del director es “imposible de disfrutar”?
¿Es hedonista sugerir que sólo porque una experiencia es “singular y atípica” no significa que merezca la pena vivirla? ¿No es el verdadero hedonismo guiarse por la rauda promesa de la unicidad de una experiencia? Bueno, Tejen ciertamente es única. La ópera prima de Pablo Rabe ha creado, utilizado y roto un molde. Es una experiencia audiovisual difícil de traducir en palabras, o efectivamente en cualquier otro medio que no sea el cinematográfico.
Tejen nos presenta una fantasmagoría de composiciones espeluznantes diseñadas, primordialmente, para ingeniar inquietud y repulsión. Su hipótesis es la siguiente: el cuerpo humano es frágil y asqueroso. Y esta hipótesis la demuestra hasta el hartazgo con una situación que se sostiene durante toda la película, sin ningún tipo de evolución narrativa.
La situación ocurre a lo largo de dos períodos de tiempo alternativos. En uno, un hombre y su hija viven en una cabaña en el bosque, rodeados de animales muertos y podredumbre (no hablan; hay cuatro o cinco líneas de diálogo en toda la película). En otro, la niña ha crecido y se ha convertido en un bulto de huesos y extremidades desarticuladas, convulsionando día y noche en su cama, aullando llena de dolor, echando bocanadas de gritos ahogados, probablemente deseando una muerte que no llega ni comprende.
A la par se nos muestran imágenes de miriápodos y anélidos revolviéndose en la mugre, supurando baba mientras reptan dentro y fuera de orificios con enclenque gracia. La analogía entre la niña y los invertebrados es tan obvia que ni tenemos el placer de descubrirla. Pero se reitera una y otra y otra vez a lo largo de toda la película, con repugnante lujo de detalle. La imagen más repulsiva de todas, sin embargo, es la de una colonia de gusanos que ha hecho hogar en el rostro de la niña, habiendo lijado cualquier tipo de semblanza humana.
El hombre, de día, cuida de la niña. De noche tiene pesadillas. Sueña con cuerpos humanos que fornican en la oscuridad, prisioneros de un gran éxtasis o de un gran sufrimiento o ambas cosas. En este dantesco averno, pies y brazos se multiplican y vibran mecánicamente, no muy distinto a las imágenes de ciempiés que vemos unas cincuenta veces a lo largo de la cinta, por si a nadie le quedó claro que hombre e insecto son igual de patéticos.
¿Qué puede decirse a favor de esta “singular y atípica” experiencia, además de que tiene forma de sí misma? Posee una cadencia fotográfica y movimientos de cámara mesmerizantes (todo hecho por el mismo Rabe): la cámara en mano oscila entre ángulos intensos y retorcidos, y hay un encuadre en cámara lenta que recurre a lo largo de la película y guarda el único misterio de su historia. Pero la película no sólo posee 80 minutos insufribles de griterío y miseria y sufrimiento, sino que martilla incesante y monótonamente la única idea que tiene.
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