Una gran película menor
En algunas ocasiones pueden conmovernos, emocionarnos cosas inesperadas, justamente porque cuando uno las conoce puede contar con una mínima serie de expectativas. Para ser sincero -y no ser puramente subjetivo en esto- conozco a muy poca gente, por decir casi nadie, que se haya conmovido o emocionado (en el término más vulgar de la idea de conmoción/emoción: esa que nos lleva a las lágrimas y nos hace entregarnos a ese mundo falso y artificioso) con películas de los hermanos Coen. Sí recuerdo, en cambio, otra clase de sentimientos asociados como ira, violencia, admiración, extrañamiento, desprecio, apatía, diversión. Pero nunca la sensación de que los Coen pudieran quebrar esa barrera que, por decir, puede romper un Steven Spielberg o un Clint Eastwood (por mencionar dos maestros admirados/admirables en el sofisticado arte popular de crear mitos emotivos y en movimiento: motion Pictures/emotion Pictures), dato no menor, ya que el primero de ellos es uno de los productores de este nuevo film de los Coen.
¿Pero por qué Temple de acero ahora, en este momento? No es la primera vez que los Coen revisan con su imparcial voluntad posmodernista y cínica (pose inflada por una diversidad inabarcable de críticos durante décadas) al cine que los antecedió: desde El gran salto (revisando a Frank Capra) a De paseo a la muerte (revisando el film noir del período clásico), desde El hombre que nunca estuvo (de vuelta al policial negro) a El amor cuesta caro (revisando la screwball comedy clásica pero aggiornada) pasando por la poco feliz El quinteto de la muerte (revisando la original comedia negra inglesa de Alexander Mackendrick). De hecho, podemos afirmar sin temor que la mayor parte de su obra pendula entre el cinismo de una visión nihilista del mundo presente o contemporáneo y una desencantada del mundo pasado, que bajo la forma de la ironía y el desprecio representa hechos, estilos o simplemente rehace películas del pasado.
Con semejante introducción, la mínima noticia de que los Coen se acercarían a la remake de la película homónima de 1969 dirigida por Henry Hathaway preparaba el camino para el peor de los desprecios: un western revisionista, oscuro, ácido y autocelebratorio. Error flagrante de crítico..
La Temple de acero original nunca fue una gran película (de hecho, su director las tiene mucho mejores y más sólidas), pero si es uno de esos casos en los que hablamos de un film despedida-testamento. De por sí el tema de la película (una venganza que debe llevarse a cabo a manos de una niña de 14 años que contrata a un ex sheriff retirado y borracho para que encuentre y encarcele al asesino de su padre) pone en evidencia esa sensación otoñal, de despedida (unos años después moriría su protagonista John Wayne) y es esa precisión quizás la que permite recordarla mejor de lo que era.
Temple de acero versión 2010 no precisa encontrar el tono otoñal para el género y sus arquetipos, por eso su humanismo de antaño, su lejanía de todo cinismo, su ética de cine clásico (aunque sazonada con el sentimentalismo spilbergiano) la convierte en un hecho anómalo: es una película de otro tiempo y de otros directores, es una película que se asemeja a un encargo y que extrañamente resuena personal. Ese bienvenido movimiento hacia playas nuevas, hacia formas distintas, permite pensar que los Coen todavía pueden ser los grandes directores que en muchas películas supieron ser, pero que por momentos dejaban al cine de lado para ocupar el centro de la escena. Jubilosamente han hecho un gran film menor. Y eso se agradece.