La metafórica e impactante escena inicial con Tilda Swinton en medio de una masa de cuerpos refregándose en el rojo mar de una tomatina quiere ser el anticipo de lo que vendrá: el sacrificio de una madre condenada por las atrocidades cometidas por su hijo. Quizá sin proponérselo, lo es del film entero: la puesta en escena, estilizada hasta el alambicamiento, de la cruel historia de odio entre una mujer y el ser demoníaco que trajo al mundo o quizá de la historia de una criatura no deseada que fue convirtiéndose en monstruo a medida que el rechazo materno se le hizo más y más evidente. Imposible establecer cuál de las dos visiones es la que más se aproxima a la verdad ya que accedemos al cuento a través del espeso bosque de recuerdos, sensaciones, pantallazos y vivencias del presente o del pasado extraídas de la mente culposa de la mujer y por lo tanto difícilmente neutral. Pero en uno u otro caso, una historia chocante y provocadora que no puede terminar sino en la más brutal violencia y que Lynne Ramsay envuelve en un ropaje de virtuosismo formal que a veces abruma, a veces distancia del relato y sirve para amortiguar tanta crudeza, y casi siempre suena artificioso.
El rojo es un mal augurio constante, pero las maldades del muchacho, ese perverso Robin Hood que parece haber nacido sólo para convertir la vida de su madre en un infierno, no tardan en hacer su aparición. Su vida se reconstruye entera al cabo del bombardeo de flashbacks provisto por la directora, y en la sucesión de sus canalladas expuestas en detalle y con cierto regodeo, Kevin se revela como el más temible de los chicos perversos que han pasado por el cine de horror. Y Tenemos que hablar de Kevin lo es, si bien con las ambiciones y bajo la apariencia del cine arte o al menos con el declarado objetivo de indagar en el origen de este alarmante fenómeno de las matanzas en los colegios que acaba de ganar penosa actualidad con el reciente episodio de Oakland.
Film incómodo, deliberadamente perturbador, con momentos logrados y abundantes golpes de efecto que a veces tambalean entre el ridículo (el blanco reflejado en la pupila de Kevin) y el mal gusto (el plano de la boca del muchacho masticando mientras oye decir que su hermanita deberá usar un ojo de vidrio en lugar del que perdió por causa de sus flechas), seguramente consigue lo que se propone: inquietar. Pero no parece que agregue algo al análisis de un tema al que, con menos artificio y más lucidez se acercó Gus van Sant en Elephant . Lo que sí merece aplausos es la interpretación. La de John C. Reilly, en su retrato del padre permisivo, la de Ezra Miller, irreemplazable Kevin, y sobre todo la de Tilda Swinton, cuya labor excepcional justifica por sí misma la visión de la película.