EL ABRAZO VIOLENTO
Los cuerpos erotizados
Negro. Un sonido. Un sonido reconocible, un sonido familiar, un murmullo que hemos escuchado alguna vez- alguna vez en algún lugar. El título que se sobreimprime en la pantalla. Y la luz. El sonido crece, ya no murmullo. Un mar- el mar- visto desde arriba, en un plano cenital, como desde la popa de un barco, un mar verdoso, de aguas transparentes- un mar del caribe, de mil colores. Y una estela, la estela de un barco, lo que queda de un barco. Un barco al que no vemos pero que pasa- allí está su evidencia- y un barco sobre el que nos encontramos ahora, mirando a este mar- el mar-, desde acá arriba. Viajamos, estamos viajando. O el recuerdo de un viaje, o su deseo. Un acorde, música. Música plástica, segura, agresiva. Una provocación frente al sonido del mar. La estela, nuestra vista sigue a esa estela. No sabemos a dónde vamos, sólo avanzamos- está claro que avanzamos porque el mar es movimiento y el mar nunca está quieto.
La minuciosa composición de cuadro tiene momentos de una belleza abrumadora.
La cámara en un primer plano cerrado de nuestro personaje con un casco de soldado nos sumerge rápidamente en un estado de guerra que concluye con el cerrar de sus ojos. Luego irrumpe con una música externa que de a poco se funde con los sonidos internos a la escena que combinan en una rítmica casi perfecta. Esa música se entrelaza con el sonido de su machete, colgado a una palmera tratando de conseguir un coco. Un ambiente que parece querer confluir en la realidad, aunque sea la más estereotipada, de la de un individuo en un estado primitivo. Mientras tanto, de fondo, un grupo de jóvenes, hombres, mantiene una lucha física en la arena, que bien también parece encarnar y decorar todo este espacio primitivo en el que la fuerza y el cuerpo se convierten en las herramientas de supervivencia. Finalmente, lo que termina de generar el plano es ese exterior, como un tercer plano, que despliega una playa y su gente común a ese universo. Entendemos que se trata de marines sobrevivientes de ese primer plano de guerra. La forma en la que bebe de su coco, los cuerpos amoldándose los unos con los otros como una danza masculina de aquellos jóvenes soldados que siguen en la práctica de la lucha aunque la guerra ya haya terminado. Algo así como el estereotipo de sus culturas-destino, algo de lo que jamás podrán huir, que se queda impregnado en esos cuerpos, ahora danza, como forma de divertimiento. El cuerpo quebrado, manifiesto, susceptible y polimorfo será el fluir de todo el film. Aquello que permite que cada plano se entrelace y que se expanda en una sola naturaleza: la animal. Allí donde el erotismo es una exaltación, es la tensión constante entre conciencia e instinto.
Su primera intervención será la explicación de cómo combatir las ladillas, en particular en las zonas genitales, en las que abiertamente cuenta cómo pasar de rasurar un testículo al otro para terminar con ellas. La forma en la que lo explica se asemeja a la del tono de un niño. Un niño que recién ha comprendido que la vida es deseo, de vida y de muerte. Y esto se continúa ya de pie, observando como los demás compañeros, en ronda, también como niños o adolescentes, dibujan la figura de una mujer en la arena. Ya no es el deseo del niño por construir un castillo por el cual penetrar si no el deseo de un hombre adoleciente por el cuerpo de una mujer a la cual penetrar. Impulso que sin duda ha sido reprimido, cohartado o adormecido por ese factor externo de guerra. Y él no puede más que soñar con acostarse sobre ella y liberar su cuerpo encorvado a un juego sexual que deberá finalizar en un auto complacerse. Sin dudas se abre espacio al círculo de un hombre que se halla más cerca del impulso primitivo con el de un niño que descubre la sexualidad y despierta la ansiedad, hasta terminar abrazado junto a esta mujer de arena. Tal vez se trata de ese abrazo violento del que habla Bataille y al que veremos desplegarse y tomar forma y sustento a lo largo de todo el film. El abrazo violento de aquél que no puede canalizar su sexualidad cohartada más que a través de la violencia - no solo potenciada por el alcohol- y el amor de la inocencia, de las lágrimas y la risa de un hombre que ha dejado de ser un hombre “común” y se ha retraído a los espacios más puros y menos racionales de la civilización entendida como tal. La figura del incomprendido social de aquellos que vuelven de la guerra. Un tema que no es tratado por Anderson de la manera más figurativa y explícita si no que se logra a través de la construcción de su personaje. Tal vez sea este uno de los puntos más interesantes de la forma de narrar de este director. Una estructura poco convencional, que sin duda pone en riesgo la mirada y la atención de más de un espectador. Un lenguaje sutil que puede movilizar o disolverse en una sensación de que no pasa nada. Y a su vez, pasa todo. La extrema ausencia de límites de estructura que converge en una presencia casi total.
La imagen llena, atiborrada, absolutamente denotativa en su superficie.
Es que The Master es catalogable como un film inasible, una película resbaladiza, compleja de ver en conjunto sin perderse en sus inconmensurables laberintos internos. La primera imagen a la que podría remitir la estructura narrativa de The Master es la de una espiral, ya que hay una progresión, un devenir, pero el mismo no es claro, no tiene bordes. Su relato es absolutamente imprevisible, casi a imagen y semejanza del mismísimo Freddie, aquel "navegante de los mares", según lo definirá en su último encuentro Lancaster Dodd. De hecho, la figura del mar es una de las piezas claves del film. No sólo es la primera imagen, que a su vez será un plano recurrente a lo largo de todo el metraje, sino que claramente se le adjudica a aquel escenario natural una posición primordial a nivel metafórico. No sería errado señalar que hay una primera parte en el relato de The Master que finaliza con aquel plano del barco zarpando, aquel barco en el que se ha subido Freddie, navegando hacia el atardecer. La escena siguiente comienza con el protagonista durmiendo, y una joven despertándolo: "¿Quién eres? ¿En dónde estoy?". "Estás a salvo, estás en el mar." El despertar, el estar a salvo, rodeado de mar. Es justamente en el mar, estando a la deriva, que Freddie conoce a Lancaster, su "maestro". Y a este mar se le asocia constantemente el acto de viajar, el acto de movilizarse de un lugar a otro. Hacia el final del film, cuando Freddie se dirige a Inglaterra, a su último encuentro con Lancaster, el viaje es resumido en una sola imagen: aquella del mar, muy similar a la primera del film pero en un plano más cerrado y que levemente se va quedando con la estela. Cuando llega al instituto, una de las secretarias le dice "Parece que ha viajado hasta aquí." Freddie responde distraídamente: "¿De qué otra manera se llega a un lugar?". Es así que el mar cumple también un rol de función sintética, elíptica, casi como sinécdoque: el mar es viajar, el mar es movimiento, es no estar quieto- llegar a algún lado y no estar en ninguna parte.
Desde la lectura propuesta, el erotismo es ruptura y a la vez creación de una nueva figura. En el test psicológico todo lo que él ve son formas que dibujan vaginas. En ese sentido su deseo no es ninguna sutileza pero sí total fantasía, un juego que también estará presente en aquél primer encuentro que se nos muestra con una mujer y que no concluye en ningún acto sexual como parecía suponer. Este silenciamiento de lo concreto también presente cuando la hija de Lancaster Dodd, de quién él ha presenciado su casamiento, intenta jugar con él, acariciándolo, intentando alterar los cuerpos y él no responde más que con la mirada, un momento de tensión fugaz. O cuando en ese flashback Freddie va al encuentro de el “amor de su vida” que está por dejar y su impulso se vuelca en la forma en la que se presenta en su casa- la manera en que rompe aquel mosquitero, como un animal, puro impulso, pura vitalidad violenta-, pero no hay ningún contacto físico. Como si siempre terminara por vencer lo que está imposibilitado. Y eso refuerza lo cohartado. O se representa en la masturbación con un fin manipulador para que Lancaster lo deje a Freddie porque así lo quiere su mujer. Llevarlo a la exaltación, aunque sea de la forma más distanciada, para responder a su deseo propio.
Hay, en la estricta formalidad de Anderson, una tendencia que prevalece y que, en su insistencia, complementa esta noción del fuera de campo como represión, como decisión de no mostrar: la utilización, casi en su totalidad, de teleobjetivos- imágenes cerradas, sin profundidad de campo, el cuadro repleto, rebosante de sentido, sin lugar para otra cosa que la imagen denotativa como contrapunto del rasgo puramente connotativo del film. Un horror vacui llamativo en un director como Anderson, tan predilecto a la utilización de angulares en toda su filmografía. Escenas compuestas de manera brillante casi enteramente a través de primeros planos, como es el caso del test psicológico que Lancaster le realiza a Freddie. Es así que esta noción del fuera de campo se materializa no solo en esta elección formal, en esta ausencia de profundidad en el cuadro, sino también a nivel narrativo, en aquello que no podemos ver: no sabemos qué le hizo Freddie a aquel opositor luego de su discusión con Lancaster, ni tampoco llegamos a ver ninguna escena de sexo, sólo masturbaciones, hasta el mismísimo final del film: como una liberación, una explosión, lo reprimido simplemente sucede. Hay también otro rasgo interesante en los aspectos formales, y esto tiene que ver con la simetría de la composición de plano. En toda la primera parte del film abundan los motivos perfectamente centrados, composiciones de una simetría complejísima. Sin embargo, a medida que avanza la película, y particularmente a partir de la secuencia en la que arrestan a Lancaster y a Freddie, esta tendencia a la simetría se irá defasando, pervirtiendo- los motivos comenzarán a tener un, si se quiere, paulatino descentramiento que es llamativo si se lo contrapone con los primeros momentos del film.
La utilización del sonido y su abstracción: el gemido del correr y su componente sexual.
Retomando, The Master se funde a cada rato en este erotismo que muestra que el cuerpo todo el tiempo está pidiendo, deseando algo propio. Constante transformación, constante manifestación. Y que debe ser canalizado. No sólo son los gestos que muchas veces se ensayan en un primer plano donde no hace falta la palabra para desear. Hablan por sí. La fidelidad se canaliza a veces en una violencia física cuando golpea a esa figura que amenaza la palabra de su maestro y otras en un abrazo de cuerpos pegados revolcándose, constatando esta mutua necesaria dependencia por la que tal vez se hayan tenido que encontrar. Y la risa, la risa de Freddie, esa risa orgánica, pura consecuencia, a la que Lancaster tanto se refiere y de la que tanto habla. Sobre este punto, y relacionado con los dos libros que escribe Lancaster, se podría entablar un paralelismo con Aristóteles y su obra, la Poética, la cual estaba compuesta de dos libros, el primero sobre la tragedia y el segundo sobre la comedia (éste último nunca fue encontrado). Es que es llamativa la forma en la que Lancaster, junto con Freddie, realiza aquel peregrinaje místico para buscar sus escritos, e igual de llamativa es la manera en la que se refiere a su segundo libro en la presentación del mismo, hablando únicamente de la risa, y observando, entre todo el público a Freddie.
Relación padre hijo, porque Freddie busca el padre que no tiene y Lancaster encuentra en él al hijo que no tuvo, el hijo vital, rebelde, lejano de su verdadero hijo, tan estático, tan conformista. Sin ahondar mucho en este tema, se puede afirmar que la escena en la que Freddie regresa junto a Lancaster no deja de ser una reversión de la parábola del hijo pródigo, el retorno al hogar de aquel que se ha ido y ha defraudado. No es, sin embargo, su única lectura. Porque es también una relación perversa, que enlaza ternura y poder, en la que uno ordena y el otro obedece y es felicitado al igual que su dueño a un perro. O como un niño, un niño soldado, un niño fanático- un perro fiel. Balanceo que estará siempre latente en la relación entre ellos dos. Un vínculo que implica intimidad, confesión, fidelidad y un crecer conjunto de cuerpos que se fusionan con y a través del otro. Ambos necesitan del otro para ser, para poder vivir, para tener un por qué.
The Master es una película atravesada por el erotismo. The Master no es sino esa violencia desesperada del erotismo. Un cuerpo verborrágico que corre por sensaciones extremas dilatadas en el fluido que acaba en una risa o un llanto descontrolado que da lugar a una pequeña muerte.