La lógica social es la lógica museística
La última obra de Ruben Östlund, el director sueco que se hizo conocido a nivel global con la interesante Force Majeure (Turist, 2014), es uno de los trabajos más ambiciosos que haya dado el cine reciente. A diferencia de las exploraciones monotemáticas de aquel film, centradas en una metáfora sobre el egoísmo e irresponsabilidad de la burguesía europea vía la actitud de autopreservación de un hombre ante una avalancha, huyendo en soledad y abandonando a su esposa e hijos, ahora en cambio nos topamos con una pequeña epopeya conceptual con distintas aristas que abarcan la hipocresía del ambiente artístico, los entretelones del patronazgo de los museos, la banalidad y estupidez de los profetas del marketing, el elitismo de las clases altas y finalmente la vacuidad -en muchas ocasiones cercana a la farsa más patética- que anida en las poses y los opus del arte contemporáneo.
El disparador narrativo es doble porque si bien el relato se concentra mayormente en Christian (Claes Bang), el curador en jefe de un museo de arte moderno de Estocolmo, el devenir corre en paralelo por dos ejes: por un lado tenemos la nueva instalación que presentará la institución dentro de poco, The Square, para la cual el protagonista contrata a unos típicos imbéciles del mercado publicitario para la campaña de lanzamiento, y por el otro lado está el robo de billetera y teléfono que el susodicho padece en la calle, en función del cual decide implementar una idea de su asistente para recuperar lo sustraído mediante una especie de “amenaza” a los ladrones, a quienes ubica a través del localizador on line de su celular. La propuesta juega de manera magistral con el individualismo y la mezquindad que se esconden detrás de las decisiones de las capas dominantes de la sociedad y el estado.
Mientras que The Square es una instalación de por sí un tanto ridícula (un cuadrado en el suelo delimitado con luces de neón y una frase que nos informa que el lugar es un santuario de confianza e igualdad de derechos y obligaciones), el clip/ spot que diseñan los autómatas de marketing causa indignación (suben a YouTube el video de una nenita rubia linyera que explota al entrar al sitio en cuestión, provocando una catarata de insultos en las redes sociales contra el museo). Para colmo de males a Christian se le va de las manos lo del acecho al carterista porque deriva en corolarios imprevistos: al no saber el domicilio exacto del susodicho, reparte una nota intimidatoria a todos los habitantes de un edificio de los suburbios de Estocolmo, movida que en primera instancia le devuelve sus pertenencias y luego despierta la ira de un niño que exige sí o sí una disculpa por la acusación de ladrón.
Östlund va intercalando a lo largo del desarrollo una serie de escenas más o menos inconexas que construyen progresivamente un lienzo general vía tomas fijas y un puñado de movimientos quirúrgicos de cámara, todo a su vez siempre orientado a reforzar un tono impiadoso y sumamente heterogéneo que se pasea por diversas vertientes de la comedia, muchas de las cuales ya casi no son trabajadas por el cine de nuestros días: de esta forma desfilan la comedia satírica, la surrealista, la absurda, la familiar, la romántica y hasta la dramática clásica. El guión, también del propio realizador, consigue balancear este glorioso mejunje gracias a una astucia de fondo que hace de la exuberancia y la virulencia irónica sus armas fundamentales, las que por cierto le permiten encender el ventilador y lanzar dardos a todas direcciones con una comodidad, sutileza y desenfreno en verdad envidiables.
Como todo convite arty de autocrítica, la película escala por momentos a un sustrato bien agresivo que incomoda al espectador combinando lo inesperado con secundarios geniales como el que interpreta Elisabeth Moss o el “hombre mono” de Terry Notary, eje de la emblemática secuencia de la cena de la execrable alta burguesía, cuya contraparte parece ser una animalización sincera del ser humano y la renuncia a las ficciones de inclusión que no incluyen a nadie porque sólo satisfacen el ego del diletante de la corrección política de turno dentro de la cacofonía de la información/ desinformación actual (en este sentido, la especulación eterna se unifica con la ausencia de solidaridad real). En The Square (2017) la lógica social se termina asemejando a su homóloga museística por la sencilla razón de que reproduce una ristra de sonseras de toda índole que bajo la máscara de las abstracciones sociales/ comerciales y la supuesta “iluminación” de los artistas y sus mecenas ocultan una esencia espantosa vinculada con el acopio de ventajas en consonancia con la manipulación más burda, con un desinterés total hacia el prójimo y asimismo con la falta de un arco ético para el desempeño en las esferas de poder, privilegio o vaga influencia comunicacional…