Y al fin andar sin pensamiento:
El paso del tiempo, en el mejor de los casos, suele cambiarnos y por ende, cambiar la perspectiva de las cosas. Esta es la premisa sobre la cual se apoya Tiempo perdido (2019), opera prima de los realizadores argentinos Francisco Novick y Natalio Pagés, que puede caracterizarse como un drama intimista pero quizás con más precisión como un coming of age.
En términos formales, es una película austera, mesurada y adecuadamente ejecutada. Está focalizada en el punto de vista de un protagonista adulto detenido en la adolescencia, donde el recurso al flashback está al servicio de reponer información del pasado.
Agustín (Martín Slipak) vive hace seis años en Oslo. Allí tiene un cargo en la universidad y está realizando una investigación sobre la influencia de Ibsen en el teatro nórdico contemporáneo. Está casado con una mujer noruega que es pediatra, a quien define como inteligente y responsable. En suma, es una mujer que le es funcional y que le garantiza un orden de vida convencional.
Un ciclo de conferencias sobre teatro nórdico patrocinado por la embajada de Noruega lo trae como expositor a Buenos Aires, luego de cierto tiempo. Su vestimenta de colores oscuros y fríos, su rutina fija de conferencias y horas en la biblioteca, su comentario sobre el trabajo de una colega calificándolo como “puro sentimentalismo vacío”, ya caracterizan su posición. La de Agustín es una vida monótona, dedicada al trabajo, marcada por un profundo y asfixiante sentido de la responsabilidad de devolverle a la sociedad la formación que ha recibido a través de sus eruditos estudios. Es el paradigma del neurótico obsesivo, consagrado a los devaneos intelectuales y al deber ser más que a la pasión vivificante, a la cual considera superflua e insignificante en relación con la hazaña racional de su gesta. En suma, el ocio de la vida es para él una pérdida de tiempo.
Este viaje a Buenos Aires lo reencuentra con Marina (María Canale), un viejo amor de juventud, de quien se escabulle bajo pretexto de sus importantes conferencias. Como buen obsesivo, con sus obligaciones mata todo deseo que pueda aparecer en él y en ella, no sea cosa que pierda el control del rumbo de su vida. En oposición a él, Marina es una bocanada de aire fresco. Por su interés por la música y su carácter errático y ambiguo, encarna un deseo femenino temible.
El circunspecto protagonista concreta en esta ocasión un reencuentro con Carlos (Cesar Brie), su profesor de literatura del secundario. Cuando Agustín se reúne con él, conserva del maestro su mirada de adolescente. Es una figura paterna idealizada. Sus clases ejercieron sobre él un influjo profundo que determinó su decisión de estudiar Letras. Agustín se dispone a declararle su devoción y a devolverle un libro de Ibsen que le prestó cuando era su profesor. Ibsen en este contexto es una intertextualidad acertada, ya que sus personajes generalmente se caracterizan por romper con las convenciones y los mandatos de la época, engendrando la pregunta acerca de si Agustín podrá liberarse del corset de su ritualizada vida.
El encuentro de Agustín con Carlos convoca a preguntarnos una vez más: ¿Qué es un padre? ¿Es aquel que transmite un Ideal o aquel que transmite un deseo? Bajo la mirada adolescente de Agustín, Carlos y sus encendidas clases marcaron para él el rumbo hacia el ideal de la literatura, hacia su estudio meticuloso y razonado. Pero en la conversación, ese hombre al que mira con devoción comienza a aparecer bajo otro prisma. Tras el dolor por la separación de su esposa, ya no da clases y la literatura está lejos de ser su centro de interés, que hoy pasa por la felicidad de haber podido enamorarse otra vez. La conversación en el restaurante entre ambos es claramente un duelo donde se contraponen dos modos distintos de gozar: razón científica vs pasión romántica. Porque al fin y al cabo, ¿de qué sirve el saber sino podemos operar con él para ser más felices? ¿Es acaso tiempo perdido el que se le dedica al disfrute o el que se consagra devotamente al saber teórico sin consecuencias concretas?
El reencuentro con Carlos marca para Agustín la caída del padre idealizado de la adolescencia, que ahora aparece bajo una nueva luz: la del padre que es capaz de transmitir su deseo por una mujer. Y acaso entonces pueda ser posible para él animarse a un desvío, jugársela por un amor.