Plantear una película donde la única voz que suene sea la del dream team de los prohombres de la Patria, que se pronuncian desde el lugar mismo donde duermen su sueño entre laureles, y evitar que suene solemne es un mérito enorme que, más allá de los conventillos festivaleros aledaños, justifica ver la última película de Prividera, Tierra de los padres.
El planteo es novedoso pero simple al mismo tiempo. Una serie de lectores anónimos (dejemos este anónimos entre paréntesis, por el momento) lee fragmentos de textos políticos parados frente a las tumbas de sus ilustres autores y, a medida que avanza en el tiempo, estos textos van configurando algo así como una historia ideológica de Argentina. La sucesión de palabras dibuja recorridos, retoma temas, abre diálogos y, de esta forma, los notables de la Patria entran, desde las sombras, en polémica con otros próceres que duermen el sueño de la gloria dos pasillos más allá. La idea es tan redonda que sorprende a nadie se le hubiera ocurrido antes. Los fragmentos están elegidos con astucia y oscilan entre las frases célebres y reconocibles y los recovecos menos explorados de aquellos que nombran las calles y ponen cara a los billetes. Casi ninguno (salvo Moreno que parece haber recibido un raro indulto) queda del todo indemne y la historia avanza tan compleja y contradictoria como la Historia misma.
Ante la aparente neutralidad construida sólo de citas textuales y nombres que hablan con sus propias palabras, el montaje funciona como un editorial permanente. El primer montaje es el de los textos mismos que contrapuestos unos con otros van construyendo un recorrido posible, plural pero orientado y se ordenan alrededor de una agenda definida. Hay temas que se repiten en eco en una y otras voces, hay provocaciones y respuestas, pero sobre todo hay una lista de temas para pensar y dentro de esos temas, el de la violencia (y su uso con fines políticos en la estructuración del Estado Nacional) parece ser el que más suena.
Pero la película no es un ensayo académico leído en voz alta, a las voces se contraponen imágenes que dialogan constantemente con las palabras. Cada fragmento está separado del siguiente con pequeñas escenas de la vida cotidiana del cementerio donde cuidadores invisibles limpian, construyen y pulen la imagen de los héroes; turistas circulan y cajones ruedan. Un gato que come una paloma muerta y otro que imponiendo respeto se queda con la presa, unos empleados que discuten sobre sueldos no pagados por una familia dueña de una bóveda, el musgo que toma por asalto las lápidas y borra los nombres. Las imágenes son un comentario callado que recorta, ejemplifica o amplía las ideas de los textos. Las pequeñas escenas entre bóvedas y fotos de la postal cementerial proponen nuevas ideas de una forma abierta, múltiple y no sentenciosa. Como en un ejercicio surrealista, el montaje invita a conectar ideas, a buscar un hilo narrativo donde podría verse sólo caos o la yuxtaposición arbitraria de imágenes. El resultado es entretenido y rico a la vez, los recorridos tan variados como cada espectador.
Mientras los lectores leen parados sobre mármoles, custodiados por bustos enjutos, hay otros, los cuidadores, que lustran las placas que inmortalizan los grandes nombres y, también hay, unos terceros que circulan por el cementerio y como espectadores pasivos de una historia predigerida, fotografían estatuas o anotan nombres y fechas en sus cuadernos. De la misma forma que los padres de la patria dictaban quiénes mandaban y quiénes obedecían en esta tierra; en su metáfora, el cementerio, sigue siendo la misma clase (social e ilustrada) la que lee y la misma la que limpia la basura y también la misma la que se mantiene apática. El reconocimiento de cada personaje del mundillo intelectual y el abanico de posibles relaciones sobre quién lee y qué lee establece el nivel de ilustración de quienes ven la película. Como un guiño, un chiste interno, notables y legos se mezclan ante el ojo de los ilustrados. Quien no pertenezca, ahí, sólo va a ver gente, solamente voces. Para unos y otros la tercera clase mantiene los bronces brillando.
Cuando los discursos avanzan y el SXX toma la palabra, es inevitable comparar y sufrir cierto desencanto frente a los nuevos padres. Ante la prosa impecable y astuta de los pensadores del SXIX, nuestros contemporáneos suenan como niños torpes y desprolijos. Pero aún así, hay lugar para sorpresas entre el documento y los equívocos que esconden discursos que podrían ser de aliados o enemigos. La debilidad más grande de la película, posiblemente, esté en este punto. El equilibrio que en la historia más lejana se sentía entre los discursos, se pierde de vista en cierta medida cuando se acercan los años 60. Claramente la película postula a la violencia como el hilo conductor que parece guiar los destinos de nuestra historia y todo el film analiza, cuestiona y problematiza este tema en los diferentes discursos. Llama la atención que el director, que en su anterior película, M, describe claramente cómo Montoneros reivindicaba la lucha armada como forma efectiva para lograr cambios político-sociales, en ésta silencie casi totalmente a los manifiestos de los ejércitos revolucionarios y los saque del debate del uso de la violencia con fines políticos. Este silencio los devuelve al lugar de mártires ingenuos y los despoja del lugar de actores políticos concientes que construía su obra anterior. La voz de Montoneros sólo aparece en las memorias del juicio a Aramburu antes de su ejecución, pero esa sola voz no parece suficiente para sostener el debate.
Quizá la explicación esté en que sus mártires no duermen en Recoleta, sino en el río barroso que se extiende pocas cuadras más allá y que cierra el filme. Pero, de cualquier manera, es una pena que la película no incluya este debate que, por más reciente, no se ubica al resguardo debajo de los mármoles de la historia.