El gigantismo venido a menos
Considerando la velocidad del olvido social, en este preciso instante vale recordar que Titanes del Pacífico (Pacific Rim, 2013) fue una propuesta encantadora de Guillermo del Toro que hacía las veces de homenaje a Mazinger Z y todos los mechas que le siguieron con el transcurso de las décadas (el subgénero de la ciencia ficción centrado en robots colosales tripulados por humanos desde los 70 estuvo presente en el manga, el anime y -en mucho menor medida- en el cine hollywoodense, de allí la sorpresa que representó el opus del mexicano). La secuela de turno no sólo cae unos cuantos escalones por debajo sino que además falla en recuperar el sustrato lúdico e inocentón de aquella porque en términos prácticos decide apostar por una catarata de recursos almidonados que en el pasado han conducido a muchos bodrios y que hoy acercan a la realización a una medianía cualitativa.
Desde el vamos el relato renuncia al tono freak del trabajo de Del Toro para abrazar una suerte de militarismo light (ingrediente central del cine bélico norteamericano de derecha y de muchos ejemplos rimbombantes de la fantasía mainstream) y una colección de peleas a plena luz del día que nada tienen que ver con los combates nocturnos símil terror de la obra de 2013 (para colmo durante casi todo el convite los enfrentamientos entre robots y monstruos dejan paso a refriegas entre robots a secas, circunstancia que nos arrima -cortesía también de un diseño de producción bastante flojo- a la hiper horrenda franquicia de los Transformers, del paparulo de Michael Bay). Tampoco se puede decir que el film sea malo porque sinceramente el Hollywood contemporáneo suele ofrecer productos incluso más anodinos que el presente, pensemos en las insoportables películas actuales de superhéroes.
La historia gira alrededor de Jake (John Boyega), hijo de Stacker (Idris Elba), aquel militar que murió cerrando la brecha oceánica por la que entraban a nuestro mundo los kaijus, unos engendros parecidos a los dinosaurios. Jake, ex piloto y ahora chatarrero de jaegers, esos robots monumentales creados por los hombres para luchar contra los kaijus, se topa con otra ladrona de partes, la joven Amara (Cailee Spaeny), y ambos eventualmente terminan apresados por las autoridades. Mediante la intervención de su hermana adoptiva Mako (Rinko Kikuchi), Jake es reclutado como instructor de futuros pilotos de jaegers y a Amara la transforman en aspirante a tripular uno de los titanes. Desde ya que nada sale según lo planeado porque un jaeger renegado ataca a los humanos justo cuando se está discutiendo el prescindir de los mechas y el enfocarse en la construcción de drones, asesinando a Mako.
Titanes del Pacífico: La Insurrección (Pacific Rim: Uprising, 2018) nunca aprovecha el planteo inicial de thriller político y de a poco termina perfilándose como una simple y rutinaria epopeya de acción -con conspiración incluida- en la que las frasecitas cancheras de los yanquis y los chistes pueriles adquieren un lugar más o menos preponderante. El director y guionista Steven S. DeKnight licuó en buena medida toda la sensación de peligro, los secundarios bizarros y la algarabía del anime y las películas de monstruos de Del Toro con el objetivo de redondear un producto mucho más conservador que anuncia cada vuelta narrativa a la distancia, amparado en un gigantismo venido a menos. Por suerte existen alicientes: la actuación de Boyega es realmente muy buena, el personaje de Spaeny no se siente forzado y la batalla del desenlace, cuando por fin regresan los kaijus para romperse las cabezas con los jaegers, es bastante entretenida. En síntesis, lamentablemente la propuesta desperdicia la oportunidad de profundizar en el costado más inconformista del trabajo original del realizador mexicano, pero tampoco llega al terreno del desastre insalvable gracias a que el protagonista es en esencia un outsider en sintonía con aquellos antihéroes solitarios del western y no otro triste testaferro institucional con superpoderes…