Aires de nostalgia
Top Gun (1986) no era precisamente una joya del séptimo arte pero acumulaba ese encanto trash, nauseabundo e hiper ochentoso típico de aquella época que puede ser resumido en la fórmula “militarismo + estudiantina + instantes videocliperos + escenas de acción reales/ sin artificios digitales + melodrama barato + fantasía de intimar con la bella profesora”. La película, uno de los tanques más grandes de los 80 y uno de los soundtracks más vendidos de la historia del cine, atravesó un camino larguísimo hacia la continuación por diversos factores, primero porque su protagonista, Tom Cruise, se dedicó en el corto y en el mediano plazo a legitimarse como actor con papeles más demandantes, segundo por el suicidio en 2012 -a raíz de una dura batalla contra un tumor- del director del film original, Tony Scott, tercero por la obsesión de Cruise con permitirle un cameo a Val Kilmer, coprotagonista de antaño, a pesar de padecer desde 2015 un cáncer de laringe, cuarto debido a la pandemia del coronavirus, esa que retrasó los estrenos de todos los blockbusters del globo a la espera de que más y más salas pudiesen reabrir sus puertas, y quinto por la misma naturaleza de la propuesta, un relato con secuencias de aviones de combate en vuelo que los productores principales, el propio Cruise y el tremendo Jerry Bruckheimer, garantizaron que volverían a ser verídicas, sin el insoportable CGI de nuestros días, lo que implicó años de preparación porque el mainstream contemporáneo ha perdido el contacto con la realidad y le cuesta mucho encontrar a los profesionales idóneos del pasado para rodar en el aire o simplemente bajo cualquier circunstancia difícil que le escape a los efectos especiales digitales y nos devuelva a la preciada materialidad, esa que tanto necesitamos los que vivimos en cuerpos y no en entidades virtuales que colaboran en esa triste despersonalización del Siglo XXI.
Cruise, como en otras oportunidades, le encargó a dos hombres de su confianza la faceta artística del convite, Joseph Kosinski, quien lo dirigió en la estupenda Oblivion (2013), y el aquí guionista y productor Christopher McQuarrie, con quien viene desarrollando desde 2015 la saga de Misión Imposible (Mission Impossible), y en este sentido se nota mucho que el actor se siente muy cómodo en la secuela porque Top Gun: Maverick (2022) apuesta en un solo movimiento a recuperar el espíritu algo tontuelo y de cuasi cine publicitario del opus primigenio pero adaptándolo a los tiempos que corren, sobre todo en materia del reemplazo de los pilotos por drones comandados a distancia, y llevando el asunto hacia una melancolía bastante bien trabajada que le da una pátina de insólita madurez y paciencia a un mazacote hollywoodense de esta índole, conservando el desarrollo de personajes -bobo aunque ultra sincero- de los 80 sin descuidar el detalle de que ya no es posible mantener la inocencia de antaño. Pete “Maverick” Mitchell (Cruise) nunca ascendió más allá del rango de capitán para continuar volando aviones en la marina y no transformarse en otro patético burócrata de la guerra, así es llamado por un antiguo rival y hoy amigo, Tom “Iceman” Kazansky (Kilmer), para que oficie de instructor en una especie de misión suicida en una “nación no alineada” y elija a los pilotos de turno entre un grupito de la academia de elite TOP GUN, entre los que está el vástago de su fallecido colega Nick “Goose” Bradshaw (Anthony Edwards), Bradley “Rooster” Bradshaw (Miles Teller), quien lo odia por haber estado presente en el accidente en el que murió su progenitor y porque retuvo sus papeles en el centro de adiestramiento de la marina y ese gesto sobreprotector y condescendiente le costó cuatro años de retraso con respecto a la carrera militar de sus compañeros de armas.
Desde ya que Top Gun: Maverick no le va a cambiar la vida a nadie no obstante debemos reconocer que las secuencias dramáticas y de acción no molestan y en general resulta un corolario digno que por un lado recupera aquella premisa del opus de Scott, especialmente la competencia entre pilotos, los sinsabores del aprendizaje y una historia de amor, ahora entre Mitchell y una hermosa veterana, su ex pareja y hoy dueña de un bar Penny Benjamin (Lucifer bendiga a Jennifer Connelly), porque Charlotte Blackwood (Kelly McGillis) brilla por su ausencia, y por el otro lado incorpora como gran novedad a una misión hiper ridícula hollywoodense para complementar con batallas reales, léase con un enemigo delante, a las clásicas secuencias de acción correspondientes al entrenamiento estándar, en esta ocasión la voladura de una planta dedicada a la fabricación de uranio enriquecido ubicada en una zona montañosa de lo que parece ser un país ex miembro de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en esencia una excusa narrativa para un instante de nerviosismo y peligro que se asemeja mucho a la destrucción de esa Estrella de la Muerte de La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), de George Lucas, debido a eso de volar bajo evitando chocar contra un perímetro acotado símil trinchera o túnel enorme para arrojar una bomba contra un blanco concreto custodiado por un arsenal de misiles fijos y diversos aviones de defensa. Maverick asimismo cambió con las décadas y se volvió una figura anacrónica dentro de la marina, la cual desea expulsarlo por su rebeldía mezclada con coraje en tiempos del automatismo de los drones símil videojuego para burguesitos cobardones, amén de ocupar el lugar de padre postizo del adusto Rooster, algo así como el rol de Cruise en el film original porque incluso mantiene una rivalidad con Jake “Hangman” Seresin (Glen Powell), equivalente de Iceman.
Mientras que el mainstream yanqui continúa empujando el negocio hacia las franquicias eternas, Cruise, una de las figuras con mayor poder intra Hollywood, pretende mantenerlo apegado a los preceptos que le interesan y le convienen a él, los de las estrellas inmaculadas del pasado, de allí surge el tono narrativo nostálgico de Top Gun: Maverick y el buen nivel de los trabajos de Cruise en formato productor/ curador artístico, pensemos en Barry Seal: Sólo en América (American Made, 2017), de Doug Liman, Al Filo del Mañana (Edge of Tomorrow, 2014), otra de Liman, la citada Oblivion, Jack Reacher (2012), de su compinche McQuarrie, y Operación Valquiria (Valkyrie, 2008), del malogrado Bryan Singer, esquema que nos lleva a señalar que no todas son rosas porque el señor a veces entrega obras fallidas como La Momia (The Mummy, 2017), de Alex Kurtzman, La Era del Rock (Rock of Ages, 2012), de Adam Shankman, y Encuentro Explosivo (Knight and Day, 2010), opus de James Mangold. Kosinski, responsable de la excelente Tron: El Legado (Tron: Legacy, 2010) y la pomposa y redundante a escala emocional Solo los Valientes (Only the Brave, 2017), sigue a rajatabla los lineamientos del actor en lo que atañe al guión de McQuarrie, Eric Warren Singer y Ehren Kruger y a la idea de sumar un poco de todo aunque sin nunca abusar, por ello tenemos banderitas norteamericanas para la derecha, un antihéroe central ajado para la izquierda, una mujer piloto para no recibir acusaciones de no ser inclusivos, Natasha Trace (Mónica Bárbaro), el romance con Penny para el público más veterano, la presencia del treintañero Teller para captar al segmento de espectadores específico del film, el homenaje al colega Kilmer mediante una mínima aunque sentida participación y por supuesto la cara sonriente perpetua de un Cruise que unifica el combo y le estampa su sello de aprobado…