Top Gun 2: Maverick

Crítica de Marcos Ojea - Funcinema

TOM, DÉJAME SIN ALIENTO

Existe una tendencia en las redes sociales, sobre todo en Twitter, que considera que con tal o cual estreno el cine revive y se salva, lo que implica que la mayor parte del tiempo el cine está condenado, cuando ya no directamente muerto. Ocurrió con la extraordinaria Licorice Pizza, y ocurre ahora con Top Gun: Maverick, secuela tardía de aquel clásico de 1986 dirigido por Tony Scott. Se entiende que en las redes la mayoría de las expresiones están exageradas, distorsionadas por un entusiasmo a veces actuado, y entrar en conflicto con la exactitud de esas declaraciones es un ejercicio bastante estéril. Sin embargo, al calor de un estreno como este, no deja de ser interesante el planteo de que el cine está muerto y cada tanto revive, porque en realidad ocurre otra cosa. Top Gun: Maverick no es una resurrección, sino una confirmación de que el cine sigue vivo, de que nunca se murió. Podrá decirse que es cuestión de perspectivas, y que en el fondo ambas interpretaciones dicen lo mismo. Sí… pero en realidad no.

Aunque la silla de director la ocupa Joseph Kosinski, es sabido que el verdadero responsable atrás de esta nueva Top Gun es Tom Cruise, un actor que ha pasado de ser menospreciado a ser calificado por muchos como la última estrella de Hollywood. O al menos, de un Hollywood y un starsystem que ya no tienen lugar en la actualidad. Cruise representa una manera de hacer películas a la vieja usanza, convirtiéndose él mismo (en su doble rol de intérprete y productor) en el centro de enormes espectáculos de acción con un espíritu clásico, poniéndole literalmente el cuerpo a hazañas que nos remiten a un tiempo más feliz. Si la saga de Misión Imposible no era suficiente para demostrar esto (aunque por supuesto que sí lo es), Cruise vuelve a vestir la campera de cuero y los Ray Ban para encarnar otra vez a Pete “Maverick” Mitchell, el legendario piloto que se convirtió, dentro y fuera de la pantalla, en un icono generacional. A la manera de Stallone en Creed o del último Clint Eastwood, la mirada de Cruise sobre el pasado es un equilibrio entre la revisión crítica y el homenaje, entendiendo el paso del tiempo pero, también, la importancia del propio legado.

Top Gun: Maverick arranca como un calco-tributo a la original, con Danger Zone de Kenny Loggins sonando mientras los aviones despegan, y una aproximación superficial podría determinar que toda la película se encarga de tachar los casilleros de su antecesora. La llegada de Maverick a Top Gun, el entrenamiento, los conflictos entre pilotos, el romance, la misión. Si la estructura es esencialmente la misma y, como dijimos, al principio todo parece exactamente igual, es porque el propio personaje está detenido ahí, encerrado en la repetición. Después de más de treinta años, Maverick conserva el mismo rango militar y no parece interesado en ascender o retirarse. Entrenar a un nuevo grupo de pilotos para destruir una planta de uranio, una tarea que acepta sin mucha opción, parece ser la manera de seguir activo en el aire. En el camino aparece un viejo amor, pero también una complicación: uno de los pilotos a su cargo, Rooster (Miles Teller), no es otro que el hijo de Goose, antiguo compañero y amigo fallecido en la primera película. El pasado no resuelto irrumpe en la vida rutinaria de Maverick y lo lleva a replantearse su lugar dentro de la historia.

En Top Gun: Maverick se dan la mano la espectacularidad y la sencillez, con secuencias de vuelo filmadas y montadas de manera apasionante sobre un fondo humano de redención y segundas oportunidades. Cuando las convicciones de Maverick entran en crisis, la película crece y logra separarse de los peligros de la nostalgia (que no es mala si está argumentada), con una segunda mitad que arrastra al espectador sin respiro entre la vitalidad y la emoción. Si todo resulta creíble es gracias a la conciencia que tienen Kosinski y Cruise de la importancia de los efectos prácticos, del componente humano frente al abuso de CGI inerte que predomina por estos días. El nervio de las escenas se vuelve palpable y el clasicismo a la hora de narrar organiza la historia con fluidez y sin desbordes autorales. En el centro de todo, por supuesto, la presencia de Tom Cruise funciona como garantía de fisicidad y compromiso actoral. Tom corriendo, Tom piloteando, Tom jugando al vóley, Tom persiguiendo aviones con su moto. Una figura que se resiste a extinguirse, como el propio Maverick, y que es la prueba necesaria de que el cine sigue vivo y tiene para rato. Porque más allá de todos sus temas evidentes, de lo que habla Top Gun: Maverick es de la permanencia del cine como estandarte y resistencia. Y de lo felices que somos cuando podemos atestiguarlo.