Vocaciones frustradas
La franquicia de Toy Story ha conseguido mantener un buen nivel a lo largo de las décadas y siempre hay que reconocer ese detalle en un entorno industrial experto en dilapidar de modo progresivo sus principales productos vía la compulsión a realizar más y más secuelas hasta secar de ideas lo que otrora resultaba fresco o novedoso, ofreciendo a fans sumisos el mismo catálogo de referencias por demás quemadas: la película original de 1995 fue la que patentó la fórmula de Pixar, eso de ennoblecer a los personajes desde un sutil humanismo concienzudo, la primera continuación de 1999 consiguió superar a la anterior en términos cualitativos y la tercera parte del 2010 ya correspondía al período histórico en el que el estudio fue absorbido en un cien por ciento por la Disney, sin embargo el trabajo aún poseía algo del encanto de antaño por más que la trama se pasaba por momentos de estrambótica.
El cuarto eslabón de la saga es sin duda el más flojo aunque todavía conserva la fuerza y una importante dosis de dignidad creativa a pesar de en esencia refritar las premisas -y buena parte del desarrollo- de las realizaciones anteriores, ahora con John Lasseter obligado a renunciar por supuesto acoso sexual repetido, nada menos que la cabeza de la factoría Pixar y director y/ o guionista de todas las entregas: el relato se centra de nuevo en las inseguridades de Woody (Tom Hanks), siempre demostrando ser un tanto fundamentalista en su vocación de hacer felices a los niños y compartir instantes con ellos, y en un viaje de rescate bien peligroso, en este caso detrás de Forky (Tony Hale), un juguete armado por la niña Bonnie (Madeleine McGraw), la nueva propietaria de Woody y Buzz Lightyear (Tim Allen), de la que el pobre Forky pretende escapar porque se considera a sí mismo “basura”.
Los puntos a favor vuelven a ser más o menos los mismos de siempre, en suma esa bella vulnerabilidad emocional de los protagonistas al momento de entrar en crisis por diversas frustraciones, la estructura cómica coral que evita ridiculizar constantemente a un solo personaje, el análisis correcto de la niñez en tanto etapa de cambios radicales que marcarán -para bien y para mal- toda la vida posterior, y cierto subrayado inteligente en la trama sobre el costado tétrico del ser humano cuando se pone a idear “grandes planes” desde ese egoísmo que todos conocemos. En cuanto a lo negativo se asoma la falta de verdaderas novedades, algunos discursos demasiado solemnes que en el pasado estaban más acotados, un déficit de escenas graciosas que no recurran a situaciones ya largamente explotadas por la franquicia, y la ausencia de un villano en serio capaz de contrarrestar tanta dulzura freak.
Así como la supuesta mala, la muñeca Gabby (Christina Hendricks), termina siendo otro ejemplo de conflicto psicológico que se soluciona rápido en el desenlace, Forky se impone como el personaje más interesante de la película gracias a que este tenedor de plástico con manos y pies permite una reformulación simpática -no compleja pero simpática- de la gran obsesión de esta serie de films, léase la sombra de la obsolescencia de los implementos lúdicos una vez que los niños crecen y los abandonan, sustrato aquí repensado con ironía a través de un juguete que fue improvisado por la nena en la orientación al jardín de infantes y que no se cree tal, sino simple desperdicio (en Pixar hasta la basura siente alegría y dolor, posee sentimientos). Si recordamos que hablamos de una cuarta parte -y esperemos que sea la última- a decir verdad esta nueva Toy Story es amena y no traiciona el espíritu original…