Gigantismo obsoleto
Lo mejor que le pudo pasar a la saga cinematográfica de los Transformers es que Michael Bay se cansase de filmar bodrio tras bodrio y por fin se dedicase a hacer otras cosas, en este caso dirigir las apestosas Escuadrón 6 (6 Underground, 2019) y Ambulancia (Ambulance, 2022) y producir los dos eslabones posteriores a su pentalogía, hablamos de Bumblebee (2018), de Travis Knight, y Transformers: El Despertar de las Bestias (Transformers: Rise of the Beasts, 2023), de Steven Caple Jr., trabajos que sin ser una maravilla tampoco llegan al calamitoso nivel de calidad de Transformers (2007), Transformers: La Venganza de los Caídos (Transformers: Revenge of the Fallen, 2009), Transformers: El Lado Oscuro de la Luna (Transformers: Dark of the Moon, 2011), Transformers: La Era de la Extinción (Transformers: Age of Extinction, 2014) y la inmunda Transformers: El Último Caballero (Transformers: The Last Knight, 2017), esta última un fracaso de taquilla que generó un paradigmático intento de reboot con el par mencionado, Bumblebee oficiando de spin-off y precuela general y este mamotreto que nos ocupa de corolario autocontenido de la anterior. Más allá de la supuesta idea de fondo de despegarse de los opus de Bay, lo cierto es que los diseños de los robots gigantes y mutables se mantienen y sobre todo la manía con batallas finales larguísimas a lo montaña rusa que empantanan un desarrollo de personajes bastante más sensato que su homólogo de la pentalogía del siempre necio y atolondrado Michael.
Mientras que en Bumblebee todo transcurría en 1987 y la historia se centraba en la relación entre la adolescente Charlie Watson (Hailee Steinfeld) y el robot del título, por supuesto llegando a la Tierra con una tarea que implicaba proteger a la raza humana de la eventual llegada de los temibles Decepticons, aquí nos ubicamos en un 1994 muy hiphopero que en esencia reproduce la fórmula cambiando el sexo del protagonista, hoy un tal Noah Díaz (Anthony Ramos, actor de linaje puertorriqueño), ex militar especializado en electrónica que trata de conseguir trabajo en Brooklyn como guardia de seguridad para costear los tratamientos de su hermanito, Chris (Dean Scott Vázquez), el cual padece una enfermedad crónica que la progenitora soltera de ambos tampoco puede cubrir, Breanna (Luna Lauren Vélez). Un amigo de Noah, Reek (Tobe Nwigwe), lo convence para robar un Porsche 911 que desde ya termina siendo un Autobot, Mirage (Pete Davidson), quien puede proyectar hologramas y atrae al humano a una misión encabezada por Optimus Prime (Peter Cullen) en pos de recobrar una llave que abre portales en el tiempo y el espacio, faena que lo lleva a confraternizar con una arqueóloga, Elena Wallace (Dominique Fishback), a conocer al líder de los Maximals o Transformers en su acepción animal, el gorila Optimus Primal (Ron Perlman), y a enfrentarse al malvado Scourge (Peter Dinklage), jefazo de esos Terrorcons al servicio del Dios robótico “come mundos” de la franquicia, Unicron (Colman Domingo).
El realizador asalariado, anodino e intercambiable de turno, Caple, había empezado en el indie extremadamente pobretón del Siglo XXI de la mano de La Tierra (The Land, 2016), un drama suburbano y criminal sobre patinaje en tabla/ skateboarding, y había saltado al reglamentario mainstream gracias a Creed II (2018), último exponente protagonizado y escrito por Sylvester Stallone de la saga que empezase con Rocky (1976), dirigida por John G. Avildsen, por ello no es de extrañar que este proceso de asimilación industrial finiquite con un proyecto gigantesco e impersonal como Transformers: El Despertar de las Bestias, en el que sin embargo consigue evitar el marco woke forzado típico del Hollywood reciente en eso de elegir a un latino y una negra como protagonistas humanos fundamentales, algo que tiene que ver con otros “puntos a favor” de la propuesta en general como por ejemplo una narración más lenta, meticulosa y sensible, la denuncia implícita del carácter muy cruel del sistema privado de salud de Estados Unidos y cierta noción/ idea de fondo vinculada a favorecer la unión entre razas distintas para luchar contra la tiranía o el parasitismo más macro, en esta oportunidad el latiguillo de la amalgama final entre Optimus Prime y Noah después del egoísmo contraproducente del resto del metraje, el primero pretendiendo usar la llave para regresar al planeta de origen de los Transformers, Cybertron, y el segundo obsesionado con destruir el aparatejo para mantener a la Tierra a salvo de la aniquilación.
Asimismo se podría afirmar que resultan interesantes otros dos detalles del film, léase la insólita aparición de un exotraje semejante a los de Tropas del Espacio (Starship Troopers, 1959), la célebre novela de Robert A. Heinlein, que logra que Noah no sea otro humano decorativo más y el viaje del “equipo Autobot” a Cuzco y Machu Picchu, en Perú, para buscar la otra mitad de la llave en cuestión, Transwarp, luego de que apareciese de la nada la primera parte dentro de una estatua de un halcón peregrino que termina en el museo donde Elena trabaja de pasante, no obstante la odisea arrastra problemas históricos de la franquicia en sintonía con una catarata de chistes bobalicones y personajes estereotipados, el mismo exacto diseño horrible de siempre para los autómatas, una duración demasiado inflada, una trama previsible y esquemática, una apropiación cultural hoy más sutil que de costumbre, otro de esos remates bélicos interminables y la ridiculez total de los Maximals, esos descendientes de los Autobots que en la serie Beast Wars: Transformers (1996-1999) luchaban contra los Predacons, los malos a lo Decepticons. Si bien se agradece que en las peleas no se destruya Machu Picchu, todo este gigantismo ya resulta muy obsoleto y jamás podrá reemplazar a los productos animados originales de los 80, Transformers (1984-1987) y Transformers: La Película (The Transformers: The Movie, 1986), aquel opus de Nelson Shin con voces de genios como Orson Welles, Robert Stack, Eric Idle y Leonard Nimoy…