Pulso y calidad
Hoy con 76 años, seguramente Istvan Szabó sea el director húngaro más reconocido (aunque su más joven coterráneo, Bela Tárr, de 58, parece ser hoy la nueva estrella de los festivales internacionales). Fue en los años ochenta que Szabó comenzó a ser una figura determinante del panorama europeo, con películas como Mefisto, Coronel Redl, o Hanussen; pero pese a su talento tras las cámaras, son obras que no han envejecido del todo bien, pecando de un recargado simbolismo y de una seriedad a veces ampulosa y excesiva. Similares pretensiones se vieron reflejadas en alguno de sus filmes recientes, como Sunshine, en el que desarrollaba a lo largo de tres horas un siglo entero de historia húngara.
Pero aquí tenemos una anécdota más aterrizada, más llana y paradójicamente, más sólida. Es verdad que a priori hay un elemento que puede llamar la atención negativamente: el hecho de que, tratándose de una ambientación histórica ubicada cerca de Budapest, esté hablada en un inglés pastoso, nada propio de los pueblerinos de la región. Si bien se trata de una “libertad poética” algo chocante, puede entenderse que si Szabó pretendía contar con la presencia de la impagable actriz británica Helen Mirren en el protagónico, no podía hacerle hablar otro idioma y menos con una entonación específica. Así es que, por esta vez, el dislate puede dejarse de lado considerando que Mirren está imponente (nótese además el brutal cambio de registro si se compara este papel con el que hizo hace unos años en La reina, por ejemplo).
Son los años sesenta, régimen comunista, época de posguerra, la población húngara aún intenta recuperarse de una participación vergonzosa como país miembro de las potencias del eje, y los horrores del holocausto son un lastre reciente. En este contexto, Magda (Martina Gedeck, de La vida de los otros) escritora acomodada, contrata los servicios de Emerenc (Mirren) como ama de llaves, pese a su semblante recio, un malhumor inherente y un carácter de a ratos excéntrico. Pero Magda, cuya última obra fue vapuleada por la crítica pero apoyada por el Ministerio de Cultura –lo que en estas circunstancias no es meritorio sino todo lo contrario–, intenta acercarse a ella, entenderla, dilucidar ese enigma viviente que representa. Entre otras curiosas costumbres, el ama de llaves prohibe terminantemente el ingreso a su casa a cualquier persona, despertando incluso la sospecha entre los vecinos de esconder objetos pertenecientes a judíos exterminados.
Es sobre todo en los pequeños detalles y muy paulatinamente que comenzamos a captar los rasgos de humanidad de Emerenc; su esmero en agasajar a sus comensales permite entrever formas solapadas de expresar cariño. Las escenas en las que se la ve barriendo reiteradamente la nieve de la acera, así sean leídas como un infructuoso intento de borrar los traumas pasados o tan sólo como rasgo distintivo de un carácter obstinado, son de una forma u otra de un notable poder de sugerencia. El secreto develado sobre el final de lo que esconde la puerta también puede verse como una metáfora, y de esta manera la película ofrece una narración siempre atractiva, dotada de nervio y personalidad, y abierta a lecturas múltiples.