Humo de cigarrillo pensativo
Tres deseos es una película en la que no pasa nada. La acción transcurre durante un fin de semana que una pareja pasa en Colonia para festejar el cumpleaños número 40 de Victoria (Florencia Raggi). La pareja lleva ocho años de casados, tienen una hija y este fin de semana funciona como un par de días tranquilos en los que por fin podrán reflexionar y ver en qué se ha convertido su relación. Por casualidad, al pasear por la playa después de una pelea con su esposa, Pablo (Antonio Birabent) se encuentra, junto a una barca donde están descamando pescados, con Ana (Julieta Cardinali), una antigua novia a la que no veía hacía doce años y que exactamente el día anterior se separó de su marido. Despiertan antiguos sentimientos y ambos se enfrascan en inverosímiles diálogos de exploración sobre el fin de una pareja. Mientras, la pareja de Victoria y Pablo continúa con su vaivén sobre la disolución.
Esta dupla de directores había realizado ya en 2004 el documental Legado. Los tres actores que sostienen la película cuentan con una trayectoria en el cine nacional e internacional, además de la carrera de Antonio Birabent como cantante.
El problema más grave de Tres deseos, siendo como es una película tan pegada a sus actores, es la actuación de Antonio Birabent (por la que, según se nos informa, recibió un premio como mejor actor protagónico en el Festival Internacional de Kiev). No solo sus ceños fruncidos de frustración/enojo/pensamiento son siempre iguales, su voz no refleja ningún tipo de inflexión, todo está dicho en un mismo tono que nunca entra con el timing adecuado. Para peores, a esto se suma un diálogo demasiado trabajado, forzado hasta rozar lo literario (en un mal sentido), que no logra despegar como artificio y al cual los actores no pueden prestar credibilidad.
La propuesta en general y algunas escenas en particular nos remiten a otras películas, en especial a Antes del atardecer (Richard Linklater, 2004), en la que dos antiguos “novios” se reencuentran en una ciudad extraña (por lo menos para uno de ellos) y conversan caminando por las calles de París en un lapso de tiempo cercano a la duración de la película. Lo que en esta eran momentos de pura química entre los actores y diálogos completamente naturales (aunque no sin cierta cuota de artificio), acá son momentos (inintencionadamente) incómodos. También hay un dejo almodovariano, sobre todo con la aparición de un travesti. Al final, la película no se proponía contar demasiado y eso fue lo que hizo. No todo plano fijo con sonido ambiente es poético ni filmar a un personaje “reflexionando” constituye un cine reflexivo. Con algunas imágenes que parecen salidas de una publicidad de Secretaría de Turismo y una recurrencia monótona sobre temas e ideas visuales (es raro el cuadro en el que Birabent no aparezca fumando con mirada “significativa”). Hay un cierto realismo que rescata la película de la nada y la naturalidad de Florencia Raggi (por lejos, la mejor actuación) presta vigor a algunas escenas.