Luego de aquel hit sobre embarazo adolescente que fue Juno (2007), la sociedad entre el director Jason Reitman y la escritora Diablo Cody recién volvió a reactivarse en 2011 con Young Adult, filme que tenía como protagonista a una Charlize Theron soltera e independiente que habiendo llegado a sus 38 años todavía vivía bajo un estado de inmadurez que la llevaba a comportamientos infantiles como volver a su pueblo natal para recuperar a su novio de la juventud. Así es como llegamos a Tully, otra comedia dramática que vuelve a convocar al trío, en este caso, para explorar las vicisitudes que provoca la maternidad como rara vez se vio en la pantalla.
Si bien, un juicio precoz podría decir que estamos ante la antítesis de Young Adult (y nuevamente, ante la muestra de las diferentes anatomías que puede adoptar el físico mutante de Theron) aquí también hay vacío, aunque éste ocurra por acumulación. Con Drew (Ron Livingston), un marido laborioso y apático, dos hijos -de los cuales el mayor vale doble por sobrecarga de energía y severos trastornos obsesivos-, y un tercero en camino no deseado, Marlo está a punto de explotar en el doble sentido de la palabra. De modo que para cotejar la situación deciden contratar a Tully (Mackenzie Davis), una niñera nocturna de 26 años, al parecer más humanizada que Mary Poppins, que rápidamente servirá de distensión para rescatar a Marlo de su depresión post-parto.
Si hay algo que define al cruce entre el director y la guionista es la fluidez casi televisiva que consiguen, -reforzado aquí por la soltura explosiva de Theron y la irreverencia inimputable que le confiere su papel de madre terceriza. Los diálogos a madrugada entre madre y niñera tienen el timming, la inteligencia y el escenario propio de una sitcom, dado que el vínculo nace y crece en el interior del hogar mientras el resto -padre e hijos- duermen. Es más, Tully y Drew se ven solo una vez y desnudos, en un irracional episodio apoyado por Marlo para reavivar la actividad sexual de su esposo porque claro, dentro de la crisis emocional que la acecha también se encuentra la imposibilidad de que el cuerpo maternal sea sexualizado.
Por más vivos que sean los colores de la puesta en escena, por más cartuchos de humor negro que gasten para despistar la atención del espectador, por más cómica que se quiera vestir la tragedia, el final invierte la película en 180° y eso ya es mucho para un género que tiene la fama de ser predecible y pasatista. No hay dudas de que la dupla Reitman-Cody ha agudizado su mirada sobre el embarazo hasta llegar al nivel más traumático y desolador de la maternidad lo que coloca a Tully en las filas patológicas de El bebé de Rosemary y no como continuación de la simpatía indie de Juno.
Por Felix De Cunto
@felix_decunto