Sobre la fragmentación familiar
Las buenas intenciones son la gran marca registrada de Un camino a casa (2016), una propuesta humilde que no consigue balancear una primera mitad de aires neorrealistas con un segundo capítulo algo tedioso y redundante que desdibuja los logros acumulados…
Si partimos de la premisa de base de que es muy difícil construir una crónica centrada en una tragedia infantil y un posterior choque de culturas, todo para colmo enmarcado en lo que podríamos definir como un andamiaje narrativo de resonancias humanistas, a decir verdad Un Camino a Casa (Lion, 2016) es un exponente bastante digno dentro del rubro, uno que no llega a brillar aunque al mismo tiempo tampoco cae en ese atolladero melodramático típico de tantos films parecidos de inflexión hollywoodense. Esta ópera prima del australiano Garth Davis es un trabajo honesto que pone el dedo en la llaga de la sobrepoblación de la India, la enorme pobreza de las calles de las principales ciudades de la república y finalmente la falta de un estado que satisfaga las necesidades de la sociedad, un esquema en el que la desesperación y el dolor se unifican con el instinto de supervivencia.
La historia comienza en 1986, en los suburbios de Khandwa, con los pequeños hermanos Saroo (Sunny Pawar de niño y Dev Patel de adulto) y Guddu (Abhishek Bharate) robando carbón de un tren en movimiento y luego canjeándolo por dos sachets improvisados de leche. Los nenes viven en la miseria con su madre Kamla (Priyanka Bose) y su hermana menor Shekila (Khushi Solanki): la mujer recoge piedras para subsistir y Guddu, el mayor, colabora en la economía del hogar haciendo tareas similares. Un día Saroo acompaña a su hermano a trabajar durante la noche y empieza a dormitar en una estación de tren, Guddu lo deja descansar en un banco, le pide que no se mueva de allí y promete que volverá. Al despertar, Saroo no encuentra a su hermano y se sube a una formación vacía estacionada en un andén que a posteriori parte hacia Calcuta, a 1600 kilómetros de distancia de Khandwa.
Indudablemente la primera mitad del relato, la centrada en el martirio del joven en las calles de Calcuta y su eventual adopción por un matrimonio de Tasmania (vagabundeo por un par de meses, intento de rapto por parte de una red de tráfico sexual y encierro en un orfanato incluidos), es mucho más interesante que el segundo acto, ya con el protagonista adulto luego de vivir durante 20 años con Sue (Nicole Kidman) y John Brierley (David Wenham), sus “padres sustitutos” (lo que abarca -a su vez- una relación tensa con el otro hijo adoptivo de la pareja, el también hindú Mantosh, interpretado por Divian Ladwa, y un noviazgo con Lucy, una señorita en la piel de Rooney Mara). Dicho de otro modo, al guión de Luke Davies le sale mejor la denuncia de la minoridad en peligro de la primera hora del metraje que el retrato de las heridas psicológicas abiertas de la segunda parte, no tanto por la presencia de algunos clichés sino por las dificultades para examinar semejante desconsuelo.
Desde el momento en que se produce el salto temporal y comienza la sistematización de la vida del Saroo veinteañero, la película desdibuja los logros neorrealistas previos y se pierde un poco en esa clásica indolencia burguesa de tintes depresivos, alargando las situaciones innecesariamente y desvariando alrededor del inicio de la búsqueda de la madre y los hermanos del protagonista. Las buenas intenciones de la obra en su conjunto y el gran desempeño de todos los actores hindúes del primer capítulo son dos factores que le juegan muy a favor al convite, a lo que se suma una dialéctica narrativa oportuna que homologa el deterioro afectivo de Saroo con la fragmentación de sus dos familias, la biológica y la adoptiva. Por supuesto que Patel y Kidman cumplen en sus respectivos roles pero están demasiado lejos de lo que podrían haber ofrecido con un guión más armónico e inteligente, circunstancia que termina redondeando una propuesta apenas correcta y no mucho más…