Destellos japoneses
El cine del director Hirokazu Kore-eda es en apariencia calmo y sutil, de aproximación discreta y casi casual a ciertos grupos humanos y sus comportamientos. Pero tras internarse en sus cuadros cotidianos uno comprende que escapan por completo a lo ordinario, y que donde en principio pareciera que no ocurre nada relevante pueden estar diciéndose muchísimas cosas. Kore-eda no es en absoluto proclive a temáticas pueriles o insustanciales, y en Todavía caminando confirma una vez más su capacidad para exponer y radiografiar aspectos de una sociedad entera, los problemas de comunicación y los choques intergeneracionales, así como algunas penurias, mezquindades y contradicciones humanas, de las que nadie podría decir que esté completamente libre. Otra vez el director aborda como temática central la muerte, pero sobre todo su huella entre los vivos; la muerte como estigma, como ausencia incurable, como vacío; la muerte como lastre irremovible, como disparador de recuerdos, como detonante de culpas.
Por su parte Kitano ha hecho recientemente un quiebre en su obra, abandonando temporalmente los géneros para volcarse a un cine excesivo, multicolor y casi caótico, que bordea permanentemente el kitsch, cuando no se hunde directamente en él. Aquiles y la tortuga es una película sosegada y medida en comparación con sus últimas dos obras, pero no por ello menos sentida o intensa. Es cierto que puede echarse en falta aquel Kitano serio y solemne de Flores de fuego o Dolls; no en vano las mejores películas de su carrera. Pero aunque quizá el director no se encuentre en el mejor de sus momentos, Aquiles y la tortuga es una muestra de su indiscutible talento, una obra no exenta de agudas reflexiones sobre el mundo del arte y los seres que lo habitan.
Todavía caminando: la familia japonesa bajo la lupa. Dos hermanos adultos van con sus respectivas familias a visitar la casa de sus ancianos padres. La película se centra en 24 horas de la vida de un viejo núcleo familiar disgregado, que se reúne después de un tiempo sin verse para conmemorar el decimoquinto aniversario de la muerte del tercero de los hermanos. Desde un comienzo Ryota (Hiroshi Abe) el hijo mayor, pretende inventar excusas para evitar encontrarse con sus padres, señal de que su relación con ellos es tirante y conflictiva. Conforme avanza la película el espectador se dará cuenta de que Ryota tenía sus buenas razones; al menos tres. La principal de ellas, que se encuentra desempleado y que la orientación laboral que eligió -restaurador de obras artísticas- no le está rindiendo frutos. Aún contando con más de cuarenta años, le pesa la autoridad de su padre Kyohei (Yoshio Harada, un legendario actor que trabajó en más de 100 películas) quien pretendió imponerle la medicina desde pequeño, para que heredara su clínica.
En una película de Mike Leigh los conflictos saldrían a flote con gritos y llantos catárticos, pero en la familia japonesa las verdades suelen aflorar mediante sarcasmos, punzantes ironías, soterradas crueldades. En pequeños detalles pueden leerse resentimientos subyacentes y también gracias a los niños, que oportunamente dicen lo que los mayores callan. Kyohei, ahora jubilado, se presenta sólo para comer, y puede notarse que no soporta estar mucho en su casa, acostumbrado como estaba a ausentarse durante largas jornadas laborales. Es así que al viejo se lo ve incómodo, malhumorado, como en un impasse perpetuo, sin saber bien que hacer con su tiempo, queriendo evitar a su familia y a la vez verlos un poco, aunque quizá sólo lo indispensable. Su esposa, una veterana ama de casa (Kirin Kiki) se muestra como depositaria de agudos resentimientos, y en su rostro trae marcados los zurcos de profundos dolores. Por debajo de las buenas maneras, de su calidez y del agasajo gastronómico deja escapar ácidos ponzoñosos, inyectados con perspicacia en medio de charlas casuales. Es ella quien dejará escapar el indicio de las frustraciones y decepciones de su matrimonio, y su canción favorita, de ocultos significados, es la que le da el nombre a la película. Quizá los jóvenes no sean mejores, pero Kore-eda centra su austera aproximación en la pareja de ancianos, volviéndolos al mismo tiempo reprobables y entrañables.
El poder de sugerencia de la película es excepcional. Cada escena agrega sutilmente información, el cuadro general nunca se presenta del todo digerido y es el espectador el que va descubriendo los vínculos familiares, las motivaciones personales, las inquietudes de cada uno de los personajes implicados. Una escena cercana al final puede referir a una charla aparentemente insustancial que hubo al principio de la película, resignificándola. Un diálogo muestra inicialmente que uno de los niños considera ridículo que exista vida después de la muerte, y en otra escena más adelante lo podemos ver con la vista fija en una tumba, observando a la anciana en un ritual de ofrenda de agua y flores a su hijo muerto. Aunque el niño no diga nada, el espectador atento podrá leer su descreimiento y apatía.
Gracias a la experiencia que tuvo el director en su insuperable Nadie sabe, por la que trabajó durante casi un año filmando niños con aproximación casi documental, aquí supo elaborar un plan de filmación en el que los niños no tenían que seguir lineamientos ni un guión específico, logrando que parezcan sumidos en sus juegos o en sus cavilaciones, como si los equipos de filmación no existieran. La dirección de actores es por su parte magnífica, generando una ilusión de naturalidad absoluta. Se denota además un cuidado puntilloso por la dirección artística y especialmente por los objetos distribuidos en las diferentes habitaciones de la casa, reveladores de la forma de vida de los padres, elocuentes de su indeleble reverencia hacia el difunto.
Como el maestro Yasujiro Ozu, Kore-eda filma el recambio generacional, el choque entre tradición y modernidad, el transcurrir del tiempo y sus implacables estragos en el hombre. Pocos cineastas podían pergeñar una aproximación a nuestra época tan profunda y agradable, una obra que invita al espectador a formar parte activa y fluir junto a ella en dos horas que, bien encaradas, se pasan volando.
Aquiles y la tortuga: el artista y sus pormenores. Takeshi Kitano es el artista multifacético por excelencia, ya que además de ser cineasta es productor, actor, pintor, comediante, escritor, poeta, músico, bailarín de tap, conductor de programas para televisión y diseñador de videojuegos. Antes, cuando todavía no era un personaje público, fue mozo en un café, reponedor de supermercado, ascensorista, conductor de taxis, y hasta trabajó en un bar de striptease frecuentado por yakuzas. Aquiles y la tortuga es la tercera parte de lo que puede definirse como una trilogía autorreferencial y autocrítica de Kitano, compuesta además por las fellinianas Takeshis (2005) y Glory to the filmmaker! (2007), en la que se distancia enormemente de su obra anterior, sobre todo por desligarse de la violenta tonalidad de casi todos sus filmes precedentes. En Takeshis exploraba su faceta como comediante -debe recordarse que Kitano ya era un personaje popular de la televisión antes de volcarse al cine- y en Glory... la de cineasta, aunque allí se presenta como un sujeto que, obsesionado por alcanzar el éxito, entrega un fracaso comercial tras otro. En Aquiles y la tortuga le tocó el turno a su faceta como pintor. Hijo de un pintor de brocha gorda alcohólico, Kitano se desempeñó desde pequeño en ese terreno artístico, rasgo que puede verse reflejado en la composición plástica de la mayoría de sus películas. Cuando en 1993 sufrió un accidente de motocicleta que le llevó al coma por varios días y le dejó la mitad de la cara paralizada se volcó de lleno a la pintura, circunstancia similar a la que atraviesa un personaje secundario en Flores de fuego.
En Aquiles y la tortuga se cuenta la historia, como en un biopic, de un artista que desde pequeño atraviesa todo tipo de penurias, manteniéndose siempre firme en su persistencia de pintar y ser reconocido. Aunque el registro de esta película se distancia de las dos últimas porque el director retoma luego de años una narrativa calma, clásica y lineal, la tonalidad estética y genérica es cambiante y absolutamente atípica. A un trágico comienzo dickensiano centrado en la infancia del pintor le sigue un período de juventud repleto de hilarantes elementos de comedia, y los tramos finales, sin perder del todo el tono burlesco, se adentran en un intenso dramatismo. La película comienza con una preponderancia de tonalidades ocres y sepias, y a medida que avanza la gama de colores se va ensanchando. Los tramos finales, precisamente los más amargos y dramáticos, están dominados por colores vivos y chillones.
Es por todo esto que quizá cueste un poco tomarse a Aquiles y la tortuga muy en serio. El director a dicho en una ocasión que su cine “es una maravillosa caja de juguetes con la que juego”, y por momentos podría sospecharse que toda la película no fuera más que una gran tomadura de pelo y que Kitano se burlara a carcajadas del extremo patetismo al que expone a su personaje. Pero si hay algo que no puede criticársele al director es el filmar a medias tintas, y tampoco podría tomarse a la ligera su nihilismo rasante y corrosivo a la hora de echar por tierra el mundillo del arte, las modas y las tendencias pasajeras y la ridícula y caprichosa forma en que algunos mercaderes determinan el éxito o el fracaso de un artista.
Aquiles y la tortuga no sólo es una reflexión sobre el mundo de la pintura, sino sobre el arte en general. La paradoja de Zenón en la que Aquiles nunca llega a alcanzar a la tortuga por más que corra mucho más rápido que ella permite múltiples lecturas. Como en su Glory... el protagonista aspira a alcanzar el éxito, y cuánto más se esfuerza su fracaso es mayor. También puede pensarse que lo que persigue es su identidad y su plenitud artística, sólo pudiendo conseguirlo al cambiar su objetivo y la perspectiva. Asimismo, los dos integrantes de la pareja protagonista pueden verse como los personajes de la parábola, quienes sólo podrían unirse verdaderamente luego de haber atravesado un arduo e intrincado camino.
“Ser famoso no tiene nada que ver con el talento” dice un personaje en un momento crucial, resumiendo uno de los postulados de la película. Kitano es testigo de esa realidad por su experiencia en el mundo televisivo, por haber obtenido mayor éxito como conductor de programas de entretenimientos que como cineasta. Aquiles y la tortuga es una queja, una sangrienta ironía a la arbitrariedad y la farsa del éxito popular, y al cúmulo de injusticias que trae aparejado.