La ciudad tiene sus planes
La nueva película de Woody Allen, Un Día Lluvioso en Nueva York (A Rainy Day in New York, 2019), es sin duda uno de sus trabajos más libres y honestos en mucho tiempo, un film que en buena medida le escapa a sus estructuras narrativas predilectas, vinculadas a los relatos clásicos del formato introducción/ nudo/ desenlace, con el objetivo de centrarse en cambio en una progresión retórica más súbita y agitada que si bien indaga en las obsesiones excluyentes de la carrera del mítico realizador y guionista, como por ejemplo la influencia del azar en la dialéctica del corazón y sus diversas idas y vueltas, lo cierto es que la trama prefiere jugar con los encuentros casuales de los dos protagonistas a lo largo de esa jornada gris a la que alude el título; detalle que asimismo nos reenvía al costado más lúdico de la trayectoria del señor y al cariño que manifiesta para con los recorridos caóticos que suelen proponer las grandes urbes en un doble juego existencial/ espacial que abarca tanto a los habitantes tradicionales como a aquellos turistas que pretenden conocer tamaña vastedad.
El catalizador narrativo pasa por el viaje que emprenden a la Gran Manzana Gatsby Welles (Timothée Chalamet), un joven experto en la escala de probabilidades del póker y las apuestas en general, y Ashleigh Enright (Elle Fanning), una estudiante de periodismo que escribe para un periódico de su universidad: lo que a priori estaba pautado como un fin de semana romántico para la pareja, en esencia orientado a que Ashleigh pudiese visitar por primera vez los puntos turísticos más interesantes de la metrópoli, pronto deriva en una serie de desencuentros entre ambos que los llevan a atravesar las calles y avenidas de modo independiente, por supuesto descubriendo que lo que daban por sentado no es así del todo y que las sorpresas más bizarras pueden esperarlos a la vuelta de la esquina. La excusa oficial para el derrotero es la oportunidad de ella de entrevistar a su director preferido, Roland Pollard (Liev Schreiber), un eximio autor de vieja cepa del ámbito cinematográfico que está atravesando una crisis creativa de esas que suelen tener los artistas, bien de corte narcisista.
Mientras que ella, perteneciente a una familia de banqueros, se transforma en eje del afecto espiritual, emocional y sexual de tres hombres que la ven como una panacea repentina a sus problemas y/ o inseguridades de distinta índole, léase -respectivamente- el propio Pollard, su guionista de cabecera Ted Davidoff (Jude Law) y un galancito latino de la gran pantalla que responde al nombre de Francisco Vega (Diego Luna), Gatsby por un lado hace lo que puede para evadir una velada muy elitista que brindará en simultáneo su madre (Cherry Jones), una adalid de la alta burguesía local, y por el otro se topa con ex compañeros de colegio, algún amigo convertido en cineasta, su propio hermano a punto de casarse, Hunter (Will Rogers), y hasta con la hermana menor de una ex novia, Shannon (Selena Gómez), señorita que de a poco despertará su pasión/ interés de una forma bastante similar a lo que Ashleigh sentirá con respecto a Pollard y Vega, sobre todo considerando que Davidoff está más preocupado por la infidelidad de su esposa Connie (Rebecca Hall) con su mejor amigo.
La sutil proeza detrás de la película se reduce al talento de un Allen muy veterano que sabe perfectamente cómo maquillar sus tópicos favoritos bajo un andamiaje expositivo que ya ha utilizado en varias ocasiones en el pasado pero que sigue siendo relativamente marginal dentro de su obra en términos macro, nos referimos a este sustrato de apariencia aleatoria aunque ultra pensado de encuentros citadinos cotidianos y entrelazados entre sí; desde ya dando a entender que el trasfondo maniático, paranoico e hipocondríaco de los personajes poco importa a fin de cuentas porque la ciudad -y la vida misma, por añadidura- posee sus propios planes al extremo de imponer su agenda, aquí representada vía un bello ecosistema enrevesado que sigue la lógica de los caprichos ontológicos más inaprehensibles y del paradigmático devenir de los artistas, siempre a mitad de camino entre lo creativo en crisis y los delirios de divos que parecen sustraerse en -o a veces maximizar- sus miserias, como si en serio fuesen un enclave o “raza aparte” dentro del rubro humano y su mega estupidez.
Proponiéndose con enorme inteligencia colocar el acento en el desarrollo dramático y no tanto en los remates de sus diálogos irónicos marca registrada, Allen vuelve a analizar el carácter contradictorio de sus criaturas y celebra la capacidad que atesoran al momento de reinventarse y crecer a nivel íntimo/ psicológico, un proceso educativo que se condice con esa destreza adicional tácita para superar sus errores y aprender de las malas decisiones que fuerzan situaciones y sensaciones que deberían ser más naturales para no traicionarse a sí mismas. Un Día Lluvioso en Nueva York es más que otra carta cariñosa a la ciudad que tanto ama el octogenario realizador, también funciona como una prueba irrefutable de que si bien los mejores años profesionales de Allen quedaron en el pasado, hablamos de las gloriosas décadas del 70 y 80, hoy el cineasta continúa demostrando una sabiduría narrativa inconmensurable que le pasa por encima a lo que tienen para ofrecer casi todos sus colegas de nuestros días y del nuevo milenio en general, toda una legión de anodinos sin remedio…