En La soga, Alfred Hitchcock se propuso uno de esos problemas (“desafíos”) que ciertos directores gustan enfrentar (los actores también: les encanta escuchar “X realiza un tour de force sin precedentes mostrando una transformación asombrosamente nítida": el horror de los adverbios y del virtuosismo, todo en uno): ¿Cómo se apropia el cine de algo teatral? ¿Cómo se hace para evitar caer en las garras de los gritos, la sobreactuación, el tono impostado que trae la tradición del teatro? Bueno: traicionando. Pero no traicionando la obra como tal, sino traicionando cualquier transparencia formal. En La soga, Hitchcock denuncia y expone el carácter teatral de ese texto de base para hacerlo estallar por los aires. La nitroglicerina: el lenguaje cinematográfico.
Mediante administración de punto de vista, mediante el juego con el tiempo real en plano (secuencia), mediante la utilización de los pequeños detalles de la puesta en escena y sobre todo, gracias a una inteligente decisión de temporalizar por sonido, la película se nos entrega como algo completamente nuevo respecto de su precedente teatral pero a la vez utiliza el espíritu de ese arte para cachetaear la cara del espectador: todo acto de adaptación es un acto de traición y denuncia. Sino es una simple traslación impoluta.
El mayor de los severos problemas que presenta Un dios salvaje no es el respeto por el texto original, sino la incapacidad de generar, a partir de recursos cinematográficos, una apropiación (lo más parecido a eso es utilizar el modo de puesta de cámara como figuración de las tensiones que se producen en la reunión entre los cuatro protagonistas: planos fijos al principio, travellings elegantes luego, cámara en mano torpe y desordenada hacia el final) ya que estamos ante un festival del diálogo explicativo: en reiteradas oportunidades se nos baja línea explícitamente para que veamos que los ricos son desaprensivos, que la clase media pudiente manda al demonio su corrección política apenas se corre un poco de lo diplomático, que el matrimonio es una convención social vacía que piensa más en el contrato económico que en la pareja, que el hiato generacional entre padres e hijos es cada vez mayor, que el primer mundo expurga la culpa para con el tercero mediante un falso compromiso político, que las mujeres y los hombres encuentran en los objetos de consumo el mejor modo de no comunicarse, y así varios etcéteras. Nada se actúa, todo se explica: “The horror, the horror”(Kurz en Apocalipsis Now).
Pero la película de Polanski no sólo nos informa esto mediante diálogos exasperantemente teatrales (prácticamente todo sucede en una sola locación en tiempo real) y sin capacidad de hacer de las limitaciones espaciotemporales algo nuevo (recordemos que Polanski supo dirigir la brillante El cuchillo bajo el agua con tres personajes y un velero) sino que las actuaciones son insultantes incluso para sus intérpretes (todos ellos grandes actores): Winslet, Foster, Waltz y Reilly entregan algo así como un greatest hits de gritos, lloriqueos y gesticulaciones desmedidas que no tienen nada que envidiarle a la comedia de Darío Vittori o al Chavo del 8 y su moralismo de barrio.
Pero, insisto: lo peor es que el mismo director que supo hacer genialidades como El bebé de Rosemary, Repulsión, El inquilino o El escritor oculto -películas claustrofóbicas, que hacían de los espacios cerrados lugares incómodos y extraños a puro golpe de puesta en escena- esté imposibilitado de generar un solo momento de molestia, incomodidad, provocación, algo que presupuestamente debería generar el fallido encuentro entre los protagonistas. El resultado es pobre, chato, carente de imaginación visual (apenas un inteligente uso de los espejos, un molesto celular, el mencionado cambio en la puesta de cámara y casi nada más) pero, sobre todo, extraño: no se comprende cómo los actores aceptaron un texto tan poco interesante y cómo el director perdió la memoria. El problema, claro, es que dirigiendo Polanski seguramente lloverán elogios: “un duelo actoral implacable”, “ironía, crueldad y una denuncia sobre la complejidad de las relaciones humanas” y otros varios epítetos de la fritura crítica de cada jueves. El cine de autor siempre se salva, parece. Al menos dura 80 minutos.