Una historia ligera y sencilla que seduce por su verdad y generosidad
Difícil resistirse al encanto de esta pequeña historia ligera y sencilla que seduce por su verdad, su humor y su generosidad. Es una comedia italiana, italianísima, pero nada tiene de la ironía amarga, el grotesco o la intención satírica de Monicelli, Risi o Scola. Conserva, sí, el apego a la realidad que cultivó desde el principio el neorrealismo, la naturalidad sin artificios que aportan intérpretes no profesionales, la aproximación entrañable a sus criaturas, la mirada solidaria. Y claro, el humor. Un humor que se manifiesta no tanto en chistes o gags visuales como en situaciones.
Está ya en la que pone en marcha la historia. Gianni, un soltero cincuentón que vive con su madre de noventa y tantos en un departamento romano y la cuida como a una nena ve convertirse su hogar, de un día para otro, en una minirresidencia para señoras mayores. No puede evitarlo. Tiene demasiadas deudas con el consorcio como para negarse a albergar a la madre del administrador cuando éste se lo pide. Son apenas un par de días, suficientes para que el hombre pueda aprovechar el feriado del 15 de agosto. Tampoco puede negárselo a su médico, amigo de siempre, que debe cubrir una guardia y no tiene con quién dejar a la mamá. Total, que la faena habitual se le multiplica por cuatro (también hay una tía inesperada) y la rutina de la casa se trastorna. Por fortuna es cariñoso y bien dispuesto y sabe cómo arreglárselas para mantener la armonía entre las ancianas, escucharlas, entretenerlas, dejarlas manifestarse, vigilar que tomen sus remedios y que no coman lo que no deben, sin perder nunca la paciencia. Cuando ésta tambalea, siempre hay una copa de Chablis para reponer energías.
En su debut como director, Gianni Di Gregorio no hace sino sumar aciertos. El primero, la puesta, con una cámara que jamás se hace notar y sólo sale al exterior para registrar una Roma cotidiana, lejos de cualquier cliché. Otro, fundamental, la elección de las cuatro intérpretes no profesionales, cuyas edades van de los 85 de Marina (la que no renuncia a sentirse joven) a los 93 de Valeria, la dueña de la casa, que conserva modales y caprichitos de tiempos más prósperos). Mucho de sí mismas aportaron al guión estas damas entrañables con sus diálogos improvisados y al film con su fresca naturalidad. Di Gregorio, irreemplazable como Gianni, establece con ellas la complicidad afectuosa que se adueña del film entero sin ceder al sentimentalismo. Su lúcido retrato está hecho a pura sensibilidad, pero también con tanta delicadeza como para que cierta crítica al modo en que se trata a los ancianos -si se la quiere percibir- quede implícita.